El joven de piel
canela y overol vaquero descargaba los tanques de leche que cada tres días
venía a dejar en la casa de la familia Leagan desde hace algunos años.
Para ser precisos, tenía 4 o 5 años que religiosamente acudía cada
tres días, era algo fijo.
Al principio era
algo molesto, él conocía a los miembros de esa familia y no tenía muy buenas
referencias; si alguna vez sus dos hermanitas de Pony le habían contado algo de
ellos, no había sido nada halagüeño, sin embargo, negocios son negocios.
Pero desde hace un
par de años, todo habíase vuelto un poco diferente…
- . Whittman… -
la templada y firme voz femenina lo hizo voltearse de pronto, mientras enjugaba
su frente sudada con un pañuelo.
- -¿Sí,
señorita? – respondió el anciano jardinero delicadamente a la elegante joven de
piel blanca y rizos rojos que apareció en el umbral de la imponente mansión.
- - Mi madre
dice que no lleve la leche a la cocina, sino atrás al potrero, para que los
mozos hagan queso.
- -Pero ¿toda,
señorita?
-
Sí, toda –
respondió la chica – y usted… ehm ¿cómo es que se llama? – preguntó, señalando
descuidadamente con el índice al joven vaquero.
- ´-Tom,
señorita…- respondió el muchacho retirándose el sombrero que usaba – Tom Steve…
- -Sí si, como
sea en fin- lo cortó ella - Va a tener que traer más leche mañana, porque para
hacer el queso, hoy van a usarla toda.
- -Como diga la
señorita. – respondió el chico con un asentimiento de cabeza.
El anciano
jardinero elevó el tanque que contenía la leche y, resoplando se encaminó con
él hacia el patio.
Mientras el
mayordomo hacía las cuentas del pago, la mirada castaña de la elegante joven, y
la color miel del vaquero se cruzaron durante un instante.
Él, con
mirada inquisitiva hizo un ligero movimiento de cabeza y ella, con una mirada
encendida que no dejaba lugar a dudas, asintió ligeramente con una sonrisilla
cómplice antes de entrar a su casa cerrando la puerta tras de sí.
Así había
sido durante los últimos dos años…
Elisa miraba
un par de garzas que bebían del
riachuelo que tenía frente a sí, sonrió ligeramente al sentir aquellos dedos
toscos remover las hebras de cabello que le caían sobre el semblante con una
delicadeza impresionante.
Un brazo
fuerte rodeó sus hombros desnudos; ella se estremeció y cerró sus ojos al
sentir aquellos besos que recorrieron su cuello hasta buscar su boca.
¿Cuánto
tiempo había pasado? No estaba segura, lo único que sabía es que aún había luz,
y mientras hubiera luz ella no se
separaría de ese abrazo, de esos besos, de ese cuerpo. De ese hombre que la
adoraba y que ella había aprendido a amar con todas las fuerzas de su corazón.
Elisa,
acomodando su postura rodeó el cuello de Tom con sus blancos brazos, mientras
los besos de él ahora recorrían sus hombros, su cuello, sus pechos.
Los labios
de Tom atraparon uno de sus pezones besando y succionando.
Ella, que
nunca había sido precisamente escrupulosa, separó los muslos sin pudor alguno
permitiendo que él ocupara su sitio entre ellos.
Sus brazos
fuertes la rodearon apretándola a su cuerpo, colocando todo su peso sobre ella.
A ella le
gustaba así, sentirlo todo sobre sí misma, que su cuerpo de hombretón fornido y
bien formado la cubriera toda, sentirse sometida por ese hombre ¡domada!
Esa era la
palabra; Tom Stevens había domado a Elisa Leagan, y ella se había dejado; como
una potranca en celo lista para que su semental la cubra.
La penetró;
de una estocada, completamente y sin ceremonia. No hacía falta nada más; su
sexo rezumante de humedad recibió el miembro del muchacho sin ninguna
oposición.
Lo que no
era fácil de definir era si aquella humedad se debía al encuentro previo de
hace unos minutos, o a las nuevas sensaciones que acababa de encender ese
hombre con sus besos y sus caricias.
Daba lo
mismo, lo único importante es que estaba dentro de ella otra vez,
tomándola a su antojo.
Tom la levantó
de la hierba como si no pesara dos gramos y se la colocó sobre la cadera ¡ella
lo sintió tan dentro que creyó que se ahogaría! Pero lo envolvió en el doble
abrazo que eran sus brazos y sus piernas, mientras él embestía cada vez más
fuerte animado por los gemidos de la muchacha que casi se volvían gritos de
puro placer…
Así eran las
cosas, así era su amor
Al
principio, había sido un mero juego…
Ella lo
había visto aquella vez, justo después de volver de Londres, huyendo de la
guerra. El muchacho venía, como siempre, a entregar la leche para el consumo de
la casa.
Hacía calor
aquel día ¡un calor insoportable! Elisa abrió la ventana de su cuarto para ver
si entraba algo de brisa, y al asomarse lo vio… ella nunca había visto algo
así.
El muchachote
trabajaba descamisado; hacía tanto calor que ella misma deseaba quitarse la
ropa, pero no se imaginó que hubiera quien sí lo hiciera.
Su camisa de
cuadritos rojos descansaba en uno de sus hombros, y los tirantes del overol
caían descuidadamente a sus costados.
Lo vio
justamente cuando se agachaba a levantar uno de los pesados tanques de leche,
los músculos de los brazos se brotaron, la ancha espalda bronceada, brilló
sudorosa a la luz del sol, tensándose por el esfuerzo.
Luego de
dejar el tanque en el suelo, se incorporó estirándose hacia atrás un poco para
consolar la espalda; el pecho desnudo del chico llamó poderosamente su
atención. Ella jamás había visto a un hombre sin camisa, y mucho menos a uno
como él.
Elisa sentía
que la cara le quemaba, sintió los labios secos; intentó tragar saliva pero, de
pronto, su garganta también se había resecado.
¡Maldito
verano! ¿¡Por qué tenía que ser tan caliente!?
El muchacho
se retiró el sombrero enjugando su frente con el dorso de la mano, cuando
levantó la vista la vio, asomada en el balcón de su cuarto, boquiabierta.
Llevaba un
vestido de verano; blanco con florecitas, y algo transparente.
Tom le
sonrió coquetamente y le saludó con un movimiento de cabeza.
La chica,
como despertando de un sueño, cerró la boca y frunció el ceño sintiéndose
atrapada en falta.
Hizo un
mohín, levantó la nariz y… ¡se fue corriendo a darse una ducha fría porque
tenía muchísimo calor!
La siguiente
vez fue diferente; ella estaba en el jardín cuando llegó la carreta con el
cargamento de leche, ella lo observó desde la fuente de su jardín, fingiendo
leer.
Aquel día no
hacía tanto calor como el anterior, sin embargo, cuando sus miradas se cruzaron,
de pronto Elisa comenzó a sudar.
Luego, ya
sin saber siquiera cuándo o cómo, se sorprendió a sí misma esperando la llegada
del reparto de leche.
Se valía de
cualquier pretexto para estar siempre a la vista, no salía a ningún lado los
días que ella sabía que venía. Empezó a valerse de cualquier cosa para comenzar
a dirigirle la palabra, cualquier cosa ¡lo que sea! Solo, simplemente estaba
sintiendo una imperiosa necesidad de ser notada. De que él la notara.
Un día que no
le esperaba, salió al patio por la cocina a buscar a su gata, cuando
prácticamente se tropezó con el pecho desnudo de Tom Stevens.
Quedando a
sólo dos palmos de distancia, ambas miradas claras se encontraron quedándose
clavada la una en la otra; él le sonrió ligeramente y ella sintió como que se
afiebraba.
Cuando
sintió aquel olor, el olor de su cuerpo; cosa que en otro momento, en otra
circunstancia o de otra persona, bien le hubiera resultado repulsivo; Elisa
sintió una cosa muy rara en su estómago y al mismo tiempo, que sus piernas no
la sostendrían.
-
Buenos días,
señorita… - saludó el joven, y cuando ella escuchó aquella voz gruesa y suave,
sus labios se entreabrieron como los pétalos de una flor en capullo dejando
escapar un suspiro involuntario.
-
¿Está usted
bien señorita? – preguntó el joven y una mano se alargaba hacia ella. Elisa no
lo pensó más, con lo poco de fuerza (y de dignidad) que le quedaba, dio media
vuelta y salió literalmente corriendo por el pasillo de la cocina.
La muchacha atravesó
la cocina, llegó al comedor, pasó por la sala de estar donde casi tumba a su
hermano de una poltrona y, elevándose el ruedo del vestido, subió a zancadas la
escalera para meterse a su habitación y correr al cuarto de baño donde abrió la
llave de la ducha y, sin quitarse la ropa siquiera, se metió bajo el chorro de
agua fresca, resoplando.
Es que, si alguien
lo hubiera presenciado, bien hubiera podido contar después que la señorita de
la casa echó literalmente humo cuando le cayó el agua encima.
Eliza se quedó bajo
el chorro de agua un largo rato, se sentó en la bañera, con el vestido
empapado, los zapatos aun puestos y los caireles hechos una desgracia, dejando
que el agua fresca se llevara aquella calentura
tan rara que la había atacado de pronto. No comprendía qué era lo que le
sucedía.
¿Estaría enferma? De
pronto de la nada le daba fiebre, se le secaba la garganta, se le agitaba la
respiración y hasta le faltaba el aire. Sí, tenía que ser alguna rara
enfermedad que tenía.
Pero ¿por qué le
pasaba justo cuando lo veía a él?
Durante todo el día
Elisa no pudo quitarse de la cabeza los ojos color miel del muchacho aquel, no
pudo retirar de su mente la visión de aquel pecho que parecía esculpido, no
podía deshacerse de aquel olor que despedía.
¡Sólo no podía quitárselo
de la cabeza!
Esa noche, tuvo un
sueño agitado; en su sueño hacía calor ¡muchísimo calor! Tanto que se veía a sí
misma corriendo por la propiedad para luego de un brinco, meterse a la fuente
de pileta de su jardín.
El agua era fresca,
pero no conseguía quitarle el calor que tenía, de pronto escuchaba una voz a su
espalda; “¿Tienes calor?” le preguntaba.
Al voltearse, se
topaba con la mirada de miel del chico de la leche que, con su sonrisa
enigmática, dejaba que el agua de la pileta le cayera encima y le rodara por el
pecho desnudo empapando su overol vaquero.
Las manos del joven
se acercaban a ella y comenzaban a desabotonar su vestido deshaciéndose
rápidamente de la ropa que la cubría. Ella sólo lo miraba y lo dejaba hacer “Sí – pensaba – es lo que necesito, quedarme sin ropa; hace demasiado calor para estar
vestida”
Pero las manos de él
no cesan con el vestido, sino que una vez desnuda, continúan recorriendo su
piel; tocando sus hombros, su cuello, sus pechos, su vientre, y ella con los
ojos cerrados, lo único que hacía era sentir.
-¡¡Qué caliente
estás!! - le decía él mientras seguía tocándola
-Es tu culpa – decía
ella luego de un momento – sí, es por ti. Acabo de darme cuenta que tú me pones
así.
- No creo,
seguramente estás enferma – le decía él mientras su mano recorría su vientre
hasta perderse entre sus muslos.
-Sí, estoy enferma –
le decía ella entre jadeos – enferma de ti.
Despertó bañada en
sudor y con la garganta reseca, sobresaltada por una sensación muy rara que le
recorría todo el cuerpo; era como una corriente eléctrica que le agitaba la
respiración, sentía los músculos tensos, tanto que bien podría estar sufriendo
un calambre en todo el cuerpo, pero, extrañamente no era desagradable.
Cuando cayó en
cuenta, una de sus manos reposaba dentro de su ropa interior, entre sus muslos.
Al sacarla, la tenía
empapada. Por extraño que parezca de pronto se sintió incompleta, sintió que
algo le faltaba; extrañó aquella sensación rara con la que había despertado,
durante un momento sintió que su mano debía volver a estar entre su ropa
interior. Sin embargo no la devolvió.
No estaba bien ¡no
debía! No era normal lo que le sucedía.
A su propio pesar,
comenzó a no poder controlase cuando él venía; las miradas se cruzaban casi a
propósito, las sonrisas eran dadas y devueltas.
Los días de mucho
calor se volvieron sus favoritos, desde la fuente lo miraba y él la notaba,
ella hacía ademán de soplarse con algún libro o pañuelo; él se enjugaba el
sudor de la frente.
Ella se acariciaba
cuello y escote fingiendo secar su sudor, él se abría la camisa.
Ella se desabotonaba uno o dos botones, él se quitaba la camisa y quedaba con ese pechote de bronce al descubierto, y entonces era cuando ella sentía esa extraña sensación en el cuerpo que con el tiempo, ya no era extraña, sino más bien extrañada.
Ya era casi un juego
concertado, ya era como una serie de códigos; uno comenzaba y el otro lo
seguía, ya casi sabían cuál era el paso a seguir.
Se volvía un juego
sensual y descarado ¡era imposible que nadie lo notara! Pero nunca pasaba de
ahí, a tanto que, las rarísimas veces que Wittman o el mayordomo se perdían de
vista y Tom hacía ademán de acercarse, ella al notarlo se levantaba y con
rapidez entraba a la casa.
Es que no podía ser
de otra manera, Elisa no tenía ni idea de lo que en realidad estaba haciendo,
pero su instinto le decía que acercarse era peligroso.
Durante varios meses
estuvieron en ese jueguito extraño, a veces notaba ella que él no quería jugar,
que se hacía el reacio. Generalmente ese comportamiento venía después de cada
vez que intentara acercarse y ella, salía corriendo a meterse a la casa.
Pero, bastaba
insistir con las miradas, sonreírle con dulzura, y el muchacho cedía a darle su
espectáculo privado, mientras ella también hiciera sus concesiones; como de
pronto usar una blusa blanca sin corsét, o cruzar las piernas y que
“accidentalmente” el ruedo del vestido se levantara lo suficiente como para
mirar sus muslos… cosas así, pero nunca acercarse.
Ya fue cosa del
destino que, paseando un día por el bosque, se topara con él que cabalgaba
cerca.
Fue sólo verse, un
corrientazo los recorrió a los dos. Ella de pronto sintió que tenía que irse y
él, notándolo, emprendió galope hacia donde ella estaba.
En su casa podía
escaparse porque estaba protegida, pero en el bosque no se le iba a escapar ¡no
señor!
Cuando la tuvo a
tiro, se apeó casi al andar y la agarró con fuerza; nunca había sentido ella
unos brazos tan fuertes alrededor de su cintura, los caballeros con los que ha
bailado no agarraban así nunca a una señorita; pero tampoco tenían ese tamaño,
ese pecho bruñido del sol, ese olor ¡¡ese olor que la acababa de envolver de
nuevo ahora mismo!! Ese olor que la tenía literalmente enferma de fiebre.
- -¡Suélteme
qué cree que hace! - dijo ella intentado soltarse del apretado abrazo.
- -¿Así que
ahora no quieres? ¿Quieres que nuestro jueguito sea siempre de lejos? No muñeca, eso se terminó.
- - ¡Qué juego,
de qué habla! ¡yo no juego a nada, ni soy su muñeca! ¡¡suélteme!!
- - De lejos
eres muy valientita, provocándome calores, incitándome con tu piel, con tu
boquita rosada…
- -Yo no hago
nada ¡suélteme o grito!
- - ¡Grita! A
ver, grita
Tom la volteó de frente a sí y le cerró la boca de un beso. Al sentir
la lengua de aquel hombretón invadir su boca, ella ya no supo nada más.
De pronto volvió a sentir esa sensación extraña en el estómago; a
decir verdad no sólo en el estómago sino en todo el vientre…
En el vientre, en el pecho; y por todo su cuerpo comenzó a sentir como
le subía aquel calor desgraciado que la hacía querer salir corriendo a buscar
agua ¡agua con urgencia! Porque sentía que literalmente echaba humo.
Ahora como si todo eso no fuera suficiente, sintió un hormigueo en sus
partes pudendas, un hormigueo parecido al que sintió aquella noche, cuando algo
dentro de sí le pedía que volviera a
dejar su mano donde la había encontrado. Inconscientemente apretó las piernas
mientras el chico la pegaba a un árbol, sujetándole una mano por la espalda,
impidiéndole mayor movimiento.
-¿Qué te pasa eh? – le dijo – ¿no que gritabas?
- Suélteme por favor, déjeme irme a mi casa se lo suplico – empezó a
rogar Elisa con un hilillo de voz –deje que me vaya, le prometo que no diré
nada pero por favor déjeme ir.
-¿Irte? ¿Irte y dejarme así? – le dijo el joven y tomando una de sus
manos, la guió hasta sus partes bajas.
Eliza dio un gritito al sentir el bulto que palpitaba apretadamente dentro de los pantalones del muchacho.
- ¿Ves cómo me tienes? Meses llevo así ¡¡meses!! No me digas que tú no
sientes nada. Ahora déjame sentirte, quiero ver cómo estás tú – Una de sus
rodillas empujó entre las piernas de la chica obligándolas a separarse, la mano del chico se introdujo prestamente
bajo las faldas de la muchacha; sin franquear la ropa interior pudo darse
cuenta de que la prenda de la chica estaba empapada en el punto justo.
Con la mano abierta atrapó toda la joyita de la familia Leagan y la
masajeó haciendo presión con sus dedos, que prontamente se empaparon tanto como
la prenda.
- ¡¡Ah no!! Qué hace, no ¡no me toque! – Elisa gemía suplicando
clemencia, pero no la obtenía.
La lengua del atrevido muchacho volvió a invadir la delicada boca de
la chica, acallando toda súplica; con dedos ágiles, introdujo su mano por la
cintura del interior.
La piel del vientre de la chica era suavecita ¡nunca había tocado él
algo tan suave! sintió los ligeros vellos ya humedecidos, los cuales imaginó tan rojos como los rizos
de su cabeza y sonrió mientras seguía remordiendo los labios de la señorita
Leagan.
Sin demora se abrió paso por sus delicados pliegues de doncella y al
hacerlo, se enteró que lo que la señorita Leagan tenía entre las piernas no era
una flor ¡era un río desbordado!
- - ¡¡No por
favor!! Déjeme ¡déjeme! – gemía Elisa casi en el oído de Tom que para ese
entonces, estaba ya perdido en el blanco y fragante cuello de la señorita,
resoplando como un bronco.
No cabía en cuenta la pobrecita que su boca
estaba libre, bien podría estar gritando por su virtud en este momento pero, lo
único que atinaba a hacer era susurrar súplicas que no tenían oído en ese
momento.
Un dedo topó
con aquel botón de placer pulsándolo, y eso fue todo. Dese ahí Elisa Leagan no
volvió a saber de sí con cordura.
Solita su
boca buscó la de él.
Solita su
mano recorrió el pecho masculino hasta llegar ahí abajo donde el overol vaquero
amenazaba con romperse.
Solita
comenzó a desabotonar su blusa cuando se dio cuenta de que los besos de Tom,
que bajaban desde su cuello hasta su escote, se topaban con ese obstáculo.
Cuando el
chico la recostó en la hierba ella sabía bien lo que estaba pasando.
Sí, sí sabía, si tonta no era y aunque en el
colegio de monjas no la educan a una para eso, de pronto ella sólo lo supo;
como algo instintivo, como sabe el bebé cómo debe mamar de su madre, así ¡¡así
de natural!! supo que estaba a punto de dejar de ser doncella y convertirse en
mujer; y por desquiciado que parezca, en ese momento no le importó.
Se miraron
profundamente mientras él liberaba su miembro ya completamente erecto.
Elisa bajó la mirada, quería ver cuál era el gran misterio de la diferencia entre hombres y mujeres, él se dio cuenta y se incorporó un poco dejándola mirar a su antojo.
Elisa bajó la mirada, quería ver cuál era el gran misterio de la diferencia entre hombres y mujeres, él se dio cuenta y se incorporó un poco dejándola mirar a su antojo.
Ella vio
aquella columna de carne rodeada de vello oscuro, la vio enhiesta y humedecida,
palpitando en su dureza. Pensó, en aquel momento, que no podría habérselo
imaginado de otra manera; al verlo así, grande, imponente, tenso, con cada
parte bien definida y brotada por la erección; le recordó por un momento al
mismo Tom la primera vez que lo viera sin camisa descargando los tanques de
leche.
Sí; definitivamente,
esa era digna parte de su cuerpo.
Ella levantó
la vista y se topó con los ojos brillantes de él, se miró en sus ojos claros
adivinando que lo que le latía a él entre las piernas era lo mismo que la hacía
latir a ella entre las suyas.
Aquello que
latía con fuerza, con demanda, con una premura tan exigente que hasta dolía
¿sentiría él lo mismo que ella? ¿Sentiría él la misma necesidad, el mismo
furor? ¿Sentiría él, el mismo dolor urgente que estaba sintiendo ella?
Elisa se
recostó completamente sobre la hierba, flexionó las rodillas y abrió las
piernas.
Sin
abandonar la mirada brillante e hipnótica de aquel hombre, ella separó las
piernas dejando que la falda terminara de rodar hasta su cintura, dejando al
descubierto sus blancos muslos que parecían hechos de cera, y la blanca y pudorosa prenda empapada.
Con una sola
mano, él bajó la prenda; la otra no la soltaba, temía que se le fuera a escapar
y no lo iba a permitir, no ahora ¡ya no!
Ella elevó
las caderas para ayudarlo, y luego movió las piernas para hacer rodar del todo
el virginal interior, pero en ningún momento se quejó del insistente agarre del
muchacho.
Tom no tuvo
intención de lastimarla, nunca la tuvo; no era tonto él sabía perfectamente
que, por muy atrevida y juguetona que fuera, la señorita Leagan le hacía honor
a su título: era “señorita” como no podía ser de otra manera; de verdad que no
quiso pero, la deseaba tanto ¡era tan hermosa! Y estaba ahí ¡ahí dispuesta para
él! él estaba tan duro y ella tan
estrecha … fue inevitable que apenas al entrar, ella soltara un sollozo.
Un empuje
más, y la joven se arqueó apretando los dientes.
Otro poco y
un par de lágrimas rodaron mientras entre dientes ahogaba un grito.
La mano de
ella se posó suplicante en su pecho, rígida, como tratando de impedirlo, pero
ya habían llegado hasta ahí, no podían detenerse ahora.
Tom sujetó
la mano de Elisa por sobre su cabeza y colocó todo el peso de su cuerpo de
hombre recio sobre la delgadez de ella, dejándola indefensa.
-Por favor…
por favor… - gimió ella, pero él, cerrando los ojos quizá para no presenciar su
dolor, hundió la estocada de una sola vez.
Sin hacer
caso de los grititos de la chica, Tom se retiró solo para volver a embestir, y
lo hizo de nuevo, y otra vez, y otra vez, y de nuevo… mientras los pechos de Elisa
bamboleaban dulcemente a través de la blusa entreabierta y sus enaguas bebían
los restos de su niñez.
Así fue la
primera vez de Elisa Leagan; dura, rápida, casi a la fuerza.
Pero no fue
violación, no… No; porque ella lo deseaba ¡lo deseaba con todas sus fuerzas!
Con cada estocada que le partía en dos el cuerpo, ella sentía que se liberaba
también de algo indefinible, y algo a lo que no podía ponerle aun nombre se
instalaba dentro de ella; algo que, a pesar del dolor, le hacía desear que
ojalá ese hombre pudiera ir aun más adentro, horadarla por completo.
La estaba
cambiando, de adentro hacia afuera. Estaba matando a la niña majadera y
caprichosa, y dándole rienda a la mujer,
que sólo deseaba que él la poseyera.
Esa
sensación de nuevo, esa corriente, ese calor, ese cosquilleo… esa tensión en
todo el cuerpo, como un calambre que no duele y que le hace tener ganas de
gritar, de tener algo qué morder para no gritar; todo eso otra vez.
No notó Tom
cuando sus gemidos de dolor se volvieron gemidos de placer, pero las
contracciones del cuerpo de la muchacha le dijeron que estaba alcanzando la
gloria.
Al final, satisfechos
ya los ímpetus, descansaban el uno al lado de la otra, acostados en la hierba.
Ella aun
tenía la blusa desabotonada mostrando sus pechos, el blanco y bombacho “culotte”
aun colgaba de uno de sus tobillos.
- - ¿Y… cómo es
que te llamas? – preguntó ella después de un rato de estar en silencio.
- -Tom… Tom Stevens.
- -Yo soy Elisa…
- -Elisa
Leagan, lo sé; la señorita más mimada de aquí a Pittsburg – ella rió con ese
comentario.
- -¿Te parece
que lo soy?
- -Lo eres, sí…
pero conmigo se te terminó eso. Conmigo no vas a hacer lo que te dé la gana.
Ambas
cabezas se ladearon al mismo tiempo encontrándose ambas miradas.
Se miraron
profundamente largo rato. La afirmación del chico le llegó a ella al orgullo,
sin embargo, fue sólo mirar sus ojos para saber que tenía toda la razón.
La mirada de
él era dulce, clara, limpia, sin maldad alguna de él hacia ella; pero firme y
decidida.
Ahora no le cabía duda, ahora tenía ella claro que
desde la primera vez que lo vio, era así.
La había
domado con solo una mirada, y la había hecho suya mucho antes de poseer su sexo, inyectándole ese calor por todo el cuerpo.
No, con este
ella nunca podría hacer lo que le diera la gana, era todo lo contrario. Era él
quien había hecho con ella lo que él quería; desde que la miró por primera vez
ella estaba destinada a ser de él, y hacer su santa voluntad.
Resignada,
Elisa bajó la vista y se topó con la mata de vellos oscuros que se escapaban a
través de la bragueta abierta de Tom.
Alargó la
mano y la introdujo por el pantalón del joven, encontró el miembro en reposo
que, al contacto con la delicada mano de la joven, comenzó a cobrar vida
nuevamente.
Ella lo empuñó completo, quería sentirlo, quería verlo de nuevo. Verlo así, grande, duro, imponente.
Ella lo empuñó completo, quería sentirlo, quería verlo de nuevo. Verlo así, grande, duro, imponente.
- -No… - dijo
él – aun estás lastimada.
- -No me
importa, lo quiero.
- ´-Te dolerá…
- -No me
importa ¡lo deseo!
- -No siempre
se puede tener lo que se desea, niña caprichosa – dijo él incorporándose.
- -¡Tom! –
exclamó ella viéndolo marcharse – Tú también lo deseas lo sé ¿Qué no lo ves?
Estoy aquí para ti, soy tuya ahora para que hagas lo que quieras conmigo.
- - ¿Lo que
quiera?
- - Lo que
quieras…
El muchacho
volvió por sus pasos, se arrodilló junto a ella y se miró en sus ojos.
Tomó las
solapas de su vestido y las deslizó por los hombros de la muchacha hasta que la
deshizo de la prenda por completo. La desnudó totalmente para poder verla,
quería verla completamente desnuda.
Ella ya
había perdido todo el pudor, se dio cuenta que desde el principio lo que ella
deseaba era que él la desnudara, que la mirara desnuda así, con deseo; que la
recorriera con sus manos hasta llegar ahí, a ese punto entre sus piernas que la
hacía literalmente ya no pensar en nada más que en eso, como en su sueño; así
que tomó la mano del chico y la acercó a su entrepierna.
El la
acarició ahí, notando como el cuerpo de la muchacha volvía a encenderse de
inmediato.
La recostó
en la hierba de nuevo, y la volteó de espaldas.
-Si es lo
que deseas, entonces terminemos con lo feo de una vez; así, mañana será otro
día y te aseguro que todo será mucho más placentero.
Por un momento, Elisa casi se arrepintió de
haberlo hecho volver. Cuando él desde aquella posición le levantó las caderas,
supo que quizá no había sido tan buena idea.
Pero bastaron las caricias de él por todo su cuerpo, sus besos recorriendo su espalda, sus palabras suaves en su oído para que ella se relajara y se tranquilizara.
Pero bastaron las caricias de él por todo su cuerpo, sus besos recorriendo su espalda, sus palabras suaves en su oído para que ella se relajara y se tranquilizara.
Una vez,
había visto marcar a un caballo en los establos de su padre; un caporal lo
acariciaba y le hablaba suave al oído para calmarlo, mientras otro por detrás
preparaba el hierro al rojo.
Nuevamente
tuvo la sensación de que ella estaba siendo domada por él; y sintió algo de
miedo, pero no se resistió.
Sin embargo,
en lugar de un hierro; los labios y la lengua del muchacho recorrieron
delicadamente aquella flor que acababa de ser abierta, mitigando un poco el
dolor y haciéndola sentir aquellas deliciosas descargas por toda la piel.
Cuando Tom
la poseyó de nueva cuenta, todo fue placer y delicia.
Y cuando
abrió su segundo capullo, fue capaz de soportarlo con la promesa de que mañana
todo sería mucho más placentero.
Así, comenzó
una relación que se mantenía escondida sólo porque él así lo deseaba, porque le
parecía a él que así era mejor para ambos.
Y se
encontraban cada tercer día, poco después de la hora del té, en los rincones
más recónditos del bosque, para amarse siempre a escondidas, con la hierba como
lecho y el bosque como único testigo.
Y aprendió
ella que su hombre no le decía mentiras; todo era mucho más placentero al día
siguiente.
Cada vez que
ella se entregaba a él descubría nuevas formas de placer, siempre había nuevas
maneras de satisfacerla, y ella aprendía también nuevas maneras de satisfacerlo
a él.
Nunca se
quejó ella de la hierba, del bosque, de la intemperie.
Nunca se
quejó de ser siempre sometida y domada por aquel semental con el que cabalgaba
directo al cielo.
Una vez él le
había dicho que no siempre se obtiene lo que se desea; bueno, en eso se
equivocó; ella había deseado ser suya, y ahora lo era cada vez que lo deseaba.
Durante todo
el tiempo de estas relaciones escondidas, nunca hubo de él hacia ella una
palabra malhadada, nunca ella tuvo para con él una majadería.
Elisa
aprendió a ser mujer de verdad con él, y él aprendió con ella cómo se trata a
una mujer de verdad.
Nunca se le
ocurrió a ella que él podría estar con otra, y a él nunca se le ocurrió estar
con otra.
Compartieron
su vida a escondidas, se dieron el uno al otro; nunca nadie habló de amor pero era
ya tan obvio que el amor había nacido que no hacía falta decirlo.
Se notaba en
cada caricia, en cada mirada, en cada beso.
En la forma
como ella se entregaba y la manera como él la tomaba. Era amor, y a ninguno de
los dos les cabía la duda.
Elisa
cabalgaba sobre Tom como una amazona experta, él le había enseñado bien; la
había domado en más de un sentido, pero también le había enseñado cómo domarlo
a él, y lo hacía de maravilla.
Siempre
prefería estar debajo de su cuerpo; le gustaba así, que la sometiera, que casi
la ahogara con su físico imponente y la llenara de ese olor tan suyo que la
volvía loca.
Le gustaba
estar debajo, porque cuando él se incorporaba y colocaba las piernas de ella
sobre su propio pecho, lo sentía más adentro, cada vez más y más dentro de ella
casi como si quisiera atravesarla, así era como le gustaba.
Pero cuando
ella tomaba el control, no había dicha más grande que verlo cómo se retorcía de
placer, cómo transfiguraba su rostro, como apretaba sus senos y pellizcaba sus pezones, como la tomaba de
las nalgas para hacerla tomar velocidad en esa carrera ecuestre en la que se
convertía su acto cuando era ella quien lo montaba a él.
Escuchar sus
gemidos de hombre mencionando su nombre casi con devoción haciéndola sentir
como la única diosa a la cual él le rinde tributo ¡¡era maravilloso!!
Cuando ella
llegó a la cúspide (porque siempre llega primero ella) él la levantó de nuevo
como si no pesara nada y la volteó para colocarse sobre ella y embestir,
embestir, embestir con toda su fuerza… hasta que, gruñendo su nombre, se
derramó en ella como un río caliente que la llena y la sacude por dentro y por
fuera.
La luz poco
a poco se extinguía, el atardecer había brillado hace un rato ya y el bosque se
iba oscureciendo.
Las
estrellas estaban próximas a aparecer. Elisa descansaba su rostro sobre el
pecho fuerte de su Tom, las garzas que bebían en el riachuelo habían alzado
vuelo hace rato; quizá, ellos mismos las habían espantado.
Ese
pensamiento la hizo sonreír divertida, ella sabía que no podían mantener su pasión
en silencio, por eso siempre buscaban lugares apartados del bosque, para que
nadie los vea, para que nadie los escuche. Para poder ser toda de él y él todo
suyo sin ojos curiosos y maliciosos.
- -Ya va a
oscurecer, tengo que irme… - dijo ella incorporándose.
Tom la atajó
por el brazo evitándole que se levantara.
-Ya no
quiero que vayas a tu casa Elisa.
-Tom ¿qué
dices? Se hace de noche, si no salimos de aquí pronto no hallaremos el camino…
- Saldremos,
pero no hacia tu casa. Ya no quiero que vayas a tu casa.
-Qué… ¿qué
quieres decir?
- ¿Ves ese
otro sendero? Ese es el que lleva a mi rancho; no importa si se hace de noche,
mi yegua conoce el camino con los ojos cerrados. Ella nos llevará.
- Pe… pero
Tom…
-La primera
vez que hicimos el amor me dijiste que tú eras mía, Elisa…
-¡Y lo soy,
Tom! Lo soy.
-Entonces,
ven a ser mía Elisa, ven a ser mía de verdad. No puedo darte la vida de
princesa a la que estás acostumbrada, pero puedo darte el dejar de ser
clandestinos, el amarnos de verdad, de frente; en el día, en la noche, en
cualquier momento. El no tener que decir adiós nunca más, el no esperar a cada
tres días para ser felices. Eso es lo que quiero contigo… Te libero de la
promesa que me hiciste hace dos años cuando todo esto comenzó Elisa; no eres
mía, no eres de mi propiedad. Eres una mujer libre que en realidad no me debe
ningún tipo de pleitesía ni nada. Te dejo escoger. Si vas por ese camino, irás
a tu casa y seguirás siendo la señorita Leagan hasta que encuentres a alguien
más que llene tu vida… o los bolsillos de tu madre, lo que ocurra primero, pero
esto se termina porque ya no podemos seguir escondiéndonos así. Si eliges este
otro camino, iras a vivir conmigo, a ser la esposa de un ranchero, a vivir
entre ganado y caballos, a levantarte con el gallo porque si bien mi vida es
holgada, yo tengo que trabajar ¡y trabajar duro para mantenerla así! Y tú, tendrás
que estar a mi lado; no te prometo una vida fácil, una vida ociosa, una vida
cómoda; pero te prometo que si vas por ese camino, vas a ser la mujer del
hombre que te ama, y que te ha amado sin preguntarte nada, sin reprocharte
nada, sin recriminarte nada nunca, y será para siempre.
Elisa miró
ambos caminos, anochecía y casi no podía ver… Su casa, su familia.
Su madre, su
padre ¡su hermano!
Toda su vida
¿dejarlo todo? ¿Qué pasaría si lo hacía? ¡Sería un escándalo! ¡¡Un terrible
escándalo!!
Apenas la
luz de las estrellas que comenzaban a nacer los alumbraba, pero ella eligió una
luz mejor y que podía ver con más claridad que esos dos viejos senderos: los
ojos de Tom.
Elisa se
acercó a él, tomó su rostro entre las manos y lo besó. Lo besó dulcemente, profundamente,
como quizá no lo había besado nunca.
El
correspondió a ese beso con la misma dulzura, y la apretó a su pecho desnudo.
Ella se
colocó sobre él una vez más, y sin dejar de besarlo, su mano acarició
tiernamente el miembro de su hombre hasta que lo sintió palpitar, revivir y
llegar al tamaño perfecto por el arte de su mano.
Eliza montó
nuevamente a su semental, el mismo que rugió mordiendo la boca de la pelirroja
mientras ella dejaba escapar otro gemido.
- -Oscurece… -
le susurró él en un suspiro ahogado.
- -Tu yegua
conoce el camino… - respondió ella, mientras él, aferrándola entre sus brazos
como si nunca más la quisiera soltar, la embestía de nuevo con fuerza, con esa
fuerza que ella amaba y que desde la primera vez le había enseñado a ser mujer
completa...
- -o-