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sábado, 7 de febrero de 2009

EL SUEÑO DE DENISSE


Hace mucho tiempo que Denisse había notado que no era igual a los demás, todo a su alrededor se lo indicaba; sin embargo nunca imaginó siquiera lo que estaba por suceder.
Cada día Denisse iba a su lugar de trabajo intentando mantenerse ocupada para no pensar en su soledad; soledad a la que ella misma se había condenado al no querer creer más en el amor. Le habían roto el corazón tantas veces… Por eso había decidido que viviría para ella solamente.
Por las noches, al dirigirse a casa, tenía la sensación de que la observaban. Nunca había podido librarse de aquella paranoia; desde que era niña siempre se sentía vigilada.
Por las noches, en ocasiones despertaba súbitamente con la sensación de que alguien aparte de ella había estado en su habitación.

A veces cerraba las ventanas con recelo, pero otras, el calor ganaba y decidía dejarlas abiertas. Era entonces cuando tenía esos extraños sueños que le dejaban aquella sensación de haber sido acompañada por un extraño mientras dormía. Pero ¿qué le iba a hacer? Necesitaba aprender a controlar sus miedos. Ya estaba grandecita.
Durante el día, muchas veces sus clientes la encontraban distraída, como ausente de sus obligaciones. Felizmente ella era su propio jefe, de otro modo quizás hace tiempo habría quedado sin trabajo.
Empezó el invierno y con él, las lluvias. Esas últimas noches en particular los aguaceros torrenciales hacían que las últimas horas de trabajo no fueran más que tiempo muerto.

Energía eléctrica quemada sin sentido. Una noche fue a casa temprano y se acostó a dormir, elevando una sencilla plegaria para agradecer por el día vivido y rogar que los sueños esta noche fueran sosegados. Poco a poco el sopor fue haciendo presa de ella y de pronto, se encontró caminando a través de un bosque sombrío por un camino que la llevaba a aquel valle de lápidas carcomidas y cruces desvencijadas que ya conocía; un marmóreo ángel de alas resquebrajadas dominaba el paraje y parecían mirarla tristemente en la penumbra.

No podía evitar detenerse en medio del antiguo camposanto a atisbar la luna llena a través de las copas de los arboles, a lo lejos podía percibir una presencia que la observaba sin acercarse. Denisse sentía temor, pero, inevitablemente quedaba embelesada, enamorada de la música que escuchaba a su alrededor; notas casi armónicas, como de violines, que no eran más que el silbar del viento al colarse por las rendijas de la piedra de las viejas lápidas. El mismo viento que enarbolaba los pétalos de las rosas resecas en aquellas tumbas olvidadas y el aroma que despedían, parecía dirigirla directamente hacia allí; hacia el lugar donde aquella delicada sombra le observaba en silencio. Un susurro en el viento le cantaba dulzuras; le contaba cosas hermosas y le regalaba una sensación de seguridad, de pertenencia. De estar a salvo.
Promesas y palabras que luego, al despertar, nunca podía recordar.
Siempre el mismo sueño, y siempre el mismo despertar: sobresaltada con la sensación de que no estaba sola en la habitación, las lágrimas que surcaban sus mejillas contrastaban con la sensación de felicidad con la que despertaba. Pero esa sensación era efímera y se esfumaba en el mismo momento en que, mirando hacia la ventana veía despuntar el sol en el amanecer.
Cansada del enigmático sueño, una tarde Denisse salió de su cubículo anunciando a bocajarro que iba a cerrar, disculpándose con sus clientes e instándolos a que se retiraran y no se preocuparan por pagar, pues tenía que marcharse. Se dirigió hacia el cementerio de la ciudad, dispuesta a recorrer la parte más vieja, a ver si reconocía el paraje de sus sueños.
Nunca en toda su vida había entrado sola al camposanto y nunca lo había recorrido como lo estaba haciendo ahora. La blanca ciudadela desde afuera se adivinaba enorme pero jamás pensó que lo fuera tanto hasta que cumplió exactamente tres horas de caminar sin culminar el recorrido. Definitivamente debía subir la montaña; allá donde podían verse arboles de floraciones blancas que se alzaban retorcidos sobre la niebla, entre la que se podía vislumbrar apenas una que otra cruz grisácea. Hacia allí se dirigió Denisse sin percatarse siquiera de la hora descubriendo en su recorrido tumbas antiguas, cruces retorcidas con fechas ya borradas; a medida que subía más y más alto la maleza se iba cerrando a su alrededor y los arboles se hacían más sucedidos. Cada tumba que veía se adivinaba más vieja y las esculturas que antaño debieron gozar de esplendor ahora no eran más que montículos de piedra blanquecina ya casi sin forma, pero, a pesar de la antigüedad del paraje, no era este el lugar de su sueño.
De pronto el viento empezó a soplar anunciando lluvia. Sabía que debía bajar antes que comenzara a llover pues podría tener un accidente. Empezó a descender cuando de pronto percibió un aroma que, por un momento la obligó a detenerse y cerrar los ojos, presa de algún embeleso. Era un aroma que ya había percibido con anterioridad; como a mirra, madera y flores secas. Un susurro en el viento la hizo volverse hacia su izquierda y notó algo en lo que no había reparado antes: una gran verja de hierro, viejo y enmohecido cegaba la entrada a otra parte del cementerio; el lugar más parecía un bosque por la cantidad de arboles que lo poblaban, entre ellos podía verse lápidas grises que se elevaban torcidas y agrietadas. En medio del lugar un ángel de alas resquebrajadas se erguía soberano en aquella necrópolis tenebrosa y a la vez mágica. El viento le susurraba al oído su música espectral y deliciosa hablándole de belleza y sueños hechos realidad, de la inmortalidad del alma y el amor eterno; y, obedeciendo a un impulso que se escapaba de ella, hacia allí se encaminó.
De pronto un uniforme azul le vedó el camino haciéndole salir de aquella ensoñación con un seco “Ya vamos a cerrar”. Denisse se sintió como si despertara de un sueño, no había aromas a su alrededor, no había música y ni tan siquiera soplaba el viento. Entendió que debía marcharse. Empezaba a anochecer.
Volvió a su casa, con mil preguntas rondando en su cabeza; Denisse no entendía por qué había sentido el arrebato de ingresar ahí. Tampoco comprendía por qué esos sueños la acechaban. Quería respuestas, saber quién era la sombra que la velaba desde la penumbra, ¿quién la observaba y por qué lo había hecho así, en silencio como acechándola, toda su vida? Lo único que sabía y tenía claro dentro de su corazón era que, aunque le costaba admitírselo a sí misma, quería ir; quería estar ahí; cruzar la verja y hablar con aquella sombra misteriosa. Quería que le repitieran aquellas palabras de amor que antes nadie le había dicho y que le cumplieran aquellas promesas que nunca nadie le había hecho. No sabía por qué, pero tenía la certeza que conociendo la respuesta a todas esas preguntas conseguiría ser por fin feliz.
Lagrimas de desesperación, temor y tristeza empezaron a escaparse de sus ojos, se acurrucó en su lecho sollozando por toda su vida; por sus amores perdidos, por su juventud incomprendida, por sus deseos reprimidos y todos los sentimientos heridos que había tenido que tragarse para no morir de desolación. Entonces, por primera vez en su vida tuvo la sensación de que esta no era ella, que estaba viviendo la vida de alguien más y de que, sin saber cómo o por qué, su verdadera vida la esperaba allá; tras de aquella vieja verja de hierro enmohecido.
Así se durmió Denisse, sintiendo que ni su nombre ni su piel eran los suyos y que su hogar no era su hogar, con las lágrimas aun mojando la almohada, sin haber notado que desde la ventana de su habitación una sombra la custodiaba y sufría con su dolor.
Bendito sea el calor estival que la obligaba a mantener la ventana abierta, como una invitación cortés para quien la había vigilado toda la vida y solo esperaba el momento propicio para poseerla y devolverle lo que siempre había sido suyo.
¡Cuánta razón tenía Denisse en pensar lo que pensaba! Esta no era su vida y su verdadera vida la esperaba más allá de la muerte.
En sueños, Denisse sintió que besaban su frente y unas delicadas manos acunaban su rostro; sintió que un frío abrazo la envolvía; pero este no era un frío molesto sino totalmente gratificante que la elevaba y la transportaba lentamente a aquel lugar que, sin saberlo, la había estado esperando durante siglos.
Despertó Denisse tras aquella verja de hierro, sobre la hierba ligeramente humedecida por la condensación de la niebla. A lo lejos, aquella sombra fiel la observaba, el aroma a flores secas, tierra húmeda y madera lo envolvía todo a su alrededor, y entonces supo que donde estaba era a donde pertenecía. Avanzó Denisse, esta vez sin temor, hacia la sombra que la aguardaba y alargando su mano tomó la de aquella atrayéndola hacia sí para adivinar su rostro a la luz de la luna: una doncella espectral, enlutada en seda y encaje y de lánguida sonrisa, que con lágrimas en los ojos le dijo “Te he esperado demasiado tiempo”.
“Lo sé” contestó Denisse sonriendo “Pero ya estoy aquí, gracias por traerme de vuelta a casa”. Tomadas de la mano danzaron al son de los violines del viento que se colaba a través de las tumbas grises de sus antepasados, mientras el ángel de mármol observaba complacido que la profecía se había cumplido y su princesa de la noche había vuelto una vez más a regir su dulce reino de penumbras y a reunirse con su amada inmortal.
Solo la luna es testigo ahora de la danza de las doncellas, mientras la lluvia moja su amor y las rosas resecas perfuman su morada mortuoria por toda la eternidad.
Porque el verdadero amor es fiel y no olvida.
Es constante y espera.
Nunca muere y es eterno.