24
de Diciembre otra vez…
Apenas
recuerdo la algarabía que llenaba esta enorme mansión este día, cuando mi
hermano, mi primo y yo éramos niños y ayudábamos a nuestra tía a decorar el
pino que George nos traía del bosque… me son tan lejanos ahora esos recuerdos.
Ya
no hay luces adornando las ventanas, no hay muérdagos colgando del dintel de
cada salón de esta casona.
Ya
no hay sirvientas joviales acomodándolo todo y cambiando los pulcros manteles
blancos de la Tía por los rojo y verde
que anunciaban la fecha.
Ya
no hay la expectativa del famoso bizcocho con chocolate de la tía, ni del gran
pavo dorado, no hay villancicos, no hay cánticos.
Ya
no hay los velones plantados de muérdago y Flor de Pascua, ni el aroma a pino y
que llenaba todo el salón.
Ahora
esta mansión está vacía, lóbrega, muerta… llena de soledad.
Llena
de nada.
Ya
nadie nos recuerda, ya nadie sabe quiénes fuimos.
Los
restos de esferas de cristal yacen rotos por el suelo cubierto de polvo, cerca
del esqueleto de un viejo pino que ya no recuerda cuantos años lleva olvidado
ahí.
Los
cristales resquebrajados de los enormes ventanales del comedor, dejan pasar el
aire helado que sopla y silba al colarse, trayendo consigo copos de nieve que
se acumulan en el rincón.
La
casa está fría… la casa está muerta, y yo no siento nada.
¿Qué
fue lo que sucedió aquella negra Navidad? La última Navidad que celebramos en
nuestra vida, la última y la peor.
A
veces me pregunto ¿cómo sucedieron las cosas?
No
iba yo al volante, sino tío William… aun lo recuerdo, cabizbajo, aun sangrante llorando sobre los cuerpos antes
de que la ambulancia llegara por todos.
Aun
recuerdo las últimas palabras que Annie logró decirme antes de… ¡Dios! ¿Por qué
sucedió esto? Cuando todo iba ya tan bien.
A
pesar de todo, me gusta recorrer la casa, mirar las cortinas vencidas por las
polillas, las fotografías amarillentas y olvidadas. Me gusta ver todos esos
recuerdos que ya han sido olvidados.
Porque
al estar aquí, al volver aquí cada 24 de Diciembre, a pesar de toda la
desgracia y toda la soledad, me hace sentir en casa, y me hace sentir vivo…
Y
porque sé que cada 24 de Diciembre al atardecer, desde el camino al cementerio
familiar, me llegará aquella inconfundible y etérea tonada de violín que en su
momento no logré escuchar.
Annie
llevaba semanas practicando, me había dicho que me tenía una sorpresa, que ya había
logrado dominar el violín que yo le había obsequiado en su último cumpleaños, y
que deseaba que yo fuera la primera persona que la escuchara tocarlo como
regalo de Navidad suyo para mí.
Debo
admitir, que estaba ansioso por escucharlo… pero, no pude.
Aquella
Navidad ya nadie pudo escuchar a Annie tocar por primera vez su violín en
público.
Ahora,
cada 24 de Diciembre, yo escucho su violín sonando diáfanamente desde el
cementerio familiar.
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Pero,
sin saber bien por qué, desde la primera vez aquel sonido mágico y
maravilloso me arrastró hacia aquel
lugar, con mi pobre alma deshecha en lágrimas; porque mi alma sabía antes que
mi intelecto que ese violín era para mí.
Un
llamado, un tributo de amor en medio del invierno, para mí, de la mujer a la
que nunca pude decirle todo lo que sentía por ella.
Porque
cuando me había decidido a pedirle matrimonio, ya fue muy tarde y nunca supe
cuanto la amaba y cuan suyo era ya, sino hasta que ya fue inútil intentar
decírselo.
Justo
al caer el atardecer, aquellas notas llenan el ambiente de esta casa desolada
desde lejos, y yo simplemente me dejo llevar por aquella música, por aquel
concierto, triste regalo de Navidad que nunca pudo ser entregado.
Desde
la primera vez, y me quedé mudo y estático al contemplar su hermosa figura
vestida de negro, en medio del cementerio; con la nieve cayendo sobre su blanca
piel y el frío viento agitando sus cabellos de seda negra; como una aparición
para mí, mientras las lágrimas caían de sus hermosos y tristes ojos azules y sus
delicadas manos de princesa bailaban sobre las cuerdas y el arco dejando salir
el sonido maravilloso de aquel mágico y privado solo de violín.
Los
años han pasado como es inevitable, y cada 24 de Diciembre vuelvo aquí, sin
pasado, sin futuro, con el único propósito de añorar días felices y de escuchar
aquel privilegiado concierto para mí.
Y
sin que ella sepa que la adoro con la mirada, no puedo dejar de ver lo hermosa
que se vuelve con los años, a pesar de las arrugas que surcan ya su rostro virgen.
A
pesar de las canas que ya pintan sus sienes, para mí sigue siendo la mujer más
preciosa del mundo, porque es mía sin que alguna vez la haya tocado, porque se
entregó a mí a cambio de nada y eternamente, así, como solo el amor verdadero
puede lograr.
Y
yo sufro mi impotencia al no poder abrazar su cintura delicada y besar las
canas de su frente y decirle lo que nunca le dije, decirle cuanto la amé y
cuanto la sigo amando.
Al
no poder secar con mis manos y con mis labios aquellas lágrimas que son para mí
y decirle “Annie mía, te amo. Siempre te
he amado, y te esperaré aquí hasta que sea el tiempo de que tenga que ser yo
quien deba acompañarte a tu último destino…”
Lo
único que puedo hacer es escuchar… escuchar aquella melodía en la que va
encerrado todo su amor por mí, su fidelidad, su entrega.
Ahora
sé por qué no me fui con los demás, ahora sé por qué me quedé; fue por ella,
por Annie.
Ella
es lo que me retiene aquí, ella es mi asunto pendiente; por ella vuelvo a este
lugar cada 24 de Diciembre a recibir aquel regalo que nunca me pudo dar en
vida, y a que la tierra donde descanso beba aquellas lágrimas que son la más
pura prueba de su amor hacia mí.
Hasta
que Dios disponga que deba seguir su camino y yo, junto a ella por fin y para
siempre
Mientras
ella toca su violín como un beso de amor, junto a mi vieja tumba…
Cada
24 de Diciembre…