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martes, 12 de mayo de 2009

ETERNA SOLEDAD


Otra noche en soledad.

Llevaba tanto tiempo viviendo así que cualquiera pensaría que ya estaba acostumbrado; pero no lo estaba. Nadie es capaz de soportar tan larga soledad.

Todos a los que había amado alguna vez, o que lo habían amado, habían ido desapareciendo de su vida poco a poco hasta dejarlo completamente solo.

Hace ya bastante que había anochecido, sin embargo se sentía agobiado dentro de aquellas cuatro paredes y decidió salir a caminar.
Sin un rumbo fijo dejó que sus pies le llevaran por las calles de aquella metrópoli porteña que desde hace mucho había adoptado como su hogar.

Si, definitivamente era su hogar. Hay un dicho popular: Extranjero que llega se enamora de esta ciudad y nunca más se va. Era tan cierto que ni él había sido excepción.
A pesar del calor, del bullicio, de la delincuencia y demás males que pueden mellar cualquier metrópoli moderna, hace mucho que había decidido que este sería su hogar. Había llegado a amar esta ciudad.

Y cómo no hacerlo, si no solo había transcurrido gran parte de su vida en ella sino que allí había conocido a todos los que alguna vez había amado y que ahora ya no estaban. La vida es tan corta… La vida…

Hace poco más de veinte años, una epidemia de dengue hemorrágico se había llevado a aquella a quien más había amado. Siempre había sido gran respetuoso de la vida, así que a pesar de los ruegos de ella, con gran dolor de su corazón había decidido hacer solo lo humanamente posible por salvarla y nada más. Hospitales, médicos, especialistas, medicamentos… nada funcionó, en menos de tres días la enfermedad se la arrebató de los brazos. La Muerte, aquella vieja burlona y vengativa que tan bien conocía, le había ganado la apuesta millonaria una vez más.

Mientras la entregaba a las llamas del crematorio, como había sido su deseo; se arrepentía de todo…

Había llegado hasta aquellas callejuelas penumbrosas donde mujeres, niñas que parecen mujeres y hombres que pretenden serlo, ofrecían baratos sus servicios. Una adolescente de piel oscura y ojos verdes le hace vagamente una invitación que él declina; y sigue caminando.

Paso a paso, con el viento helado que llega del lado del río, él sigue caminando con los ojos fijos; mirando sin ver, entregado a sus tristezas.
Al llegar a una gasolinera frente a un templo del Evangelio, un malviviente lo aborda. Le pide “regáleme un dólar, no sea malito” mientras envuelta casi totalmente en un periódico le muestra maliciosamente una botella rota.
Él sonríe, esta ciudad no cambia y sin embargo la ama; introduce una mano al bolsillo de su chaqueta y le entrega su contenido: un billete de diez dólares y media cajetilla de Marlboro rojo; y sigue su camino.

Había llegado al mismo corazón de la ciudad, esa avenida ancha y populosa nombrada con una fecha célebre, que no duerme nunca, ni siquiera a esa hora de la madrugada.
Hombres y mujeres recorren la calle como si fueran las siete de la noche, a pesar de que casi todos los comercios están cerrados. Uno que otro café, los locales de bingo; un pequeño cyber mal iluminado son los únicos lugares donde los insomnes pasan la madrugada.

Al pasar por la majestuosa catedral, las palomas en los altos atrios despiertan y salen volando despavoridas, como si una mano invisible las hubiera asustado.
Suele suceder…

Llega al malecón, está cerrado y no puede ingresar, pero eso no le impide sentir el viento que le revuelve el cabello y admirar las luces que se reflejan en la superficie del río, no puedo evitar pensar en ella otra vez, evocarla cuando la conoció en ese mismo lugar admirando el río.
Es el único lugar donde puede sentirla tan cerca.

Recuerda bien la noche que la conoció, hace rato que él la había estado observando, era tan hermosa, pero fue ella quien le habló primero “Me encanta el río” le había dicho “para mí no hay cosa más bella que un caudal ancho y fuerte que parece no tener fin. Es como el amor ¿no lo cree? Grande, fuerte, poderoso y eterno ¿no le parece? Cuando yo muera quiero que mis cenizas sean esparcidas en estas aguas”, desde ese momento no se separaron nunca más, ella fue su compañera, su amiga, su amor; la guardiana de sus más grandes secretos hasta que La Muerte con su sonrisa amarillenta y carcomida se la arrebató para siempre; y entonces recordó una vez más lo que nunca podía olvidar: Cuan solo estaba.

Continuó caminando hasta aquella elevación donde había comenzado la vida de esta ciudad, comenzó a subir escalón por escalón… antes era tan distinto este lugar, pero siempre le había fascinado, siempre había pensado que, llegado el momento, este sería el lugar perfecto para llevarlo a cabo.

Continuó subiendo los interminables peldaños numerados observando a cada lado las casitas coloridas, los bares y restaurantes ahora cerrados; la brisa del río se volvía a ratos, como un murmullo en sus oídos.
Por momentos le parecía una voz que susurraba claramente su nombre. El continuó subiendo hasta que llegó al último escalón y se encaminó hasta el faro desde donde se podía admirar toda la ciudad.

El viento era tan fuerte que su ropa amenazaba con salir a rasgones de su cuerpo, si hubiera sido más pequeño y más delgado lo más probable es que el viento lo hubiera tirado monte abajo. Sin embargo el no pensaba en eso, solo podía admirar la ciudad, aquella ciudad que había visto crecer poco a poco durante tantos años. Aquella ciudad que le había dado las más grandes decepciones pero también las mayores alegrías.

Donde había conocido los mejores amigos que alguien como él puede tener. Sí, definitivamente solo aquí había logrado tener verdaderos amigos. Sólo aquí lo habían entendido, solo aquí había dejado de temer y había podido mostrarse tal cual es.
Aquí, el hogar eterno de su eterno amor.

De pronto sintió una molestia en su visión y de inmediato supo de qué se trataba. Por un segundo sintió que debía marchar de ahí, pero sabía que no lo lograría. Definitivamente había llegado el momento y estaba, sin proponérselo, en el lugar preciso.

Cómo es el destino, pensó con una sonrisa, Bien dicen que cuando a uno le toca, le toca.

Poco a poco el cielo empezó a clarear sobre él y no pudo evitar pensar en aquellos rostros que le habían dado felicidad durante su larga estancia en aquella ciudad. Sí, había sido feliz; aquí más que en cualquier otra parte del mundo. Cerró sus ojos y pensó en ella, logró verla como hace años no podía; vívida, real, como si estuviera ahí y pudiera tocarla. Le sonreía con aquella dulzura que siempre había tenido para con él a pesar de todo.

Se sintió feliz, tan feliz como hace más veinte años no lo era; tanto que sin darse cuenta con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia ella empezó a reír pronunciando el nombre de aquella que lo esperaba, que lo llamaba.

Lentamente una lágrima roja empezó a rodar por su mejilla y, mientras una dulce sonrisa de paz se detenía en sus labios, su piel de porcelana se ennegreció volviéndose de inmediato un montículo de cenizas plateadas.
El orbe dorado se irguió soberano, alumbrando majestuoso a la ciudad porteña, mientras que el viento soplaba suavemente y, casi con amor, depositaba con dulzura aquellas cenizas sobre las aguas de aquel amado río...