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domingo, 10 de junio de 2012

GRILLOS (un fanfic de suspenso, primera parte)



"...Y dijo el amo a sus horribles criaturas de correosas alas:
¡Id! tomadlo todo, cobrad venganza contra los crueles
Lugo vnid aqui, y dadme a beber su sangre
como tributo..."
(El Exorcista II "El Hereje")



Las vacaciones por festividades decembrinas, estaban por terminar.
La familia Leagan, pasando unas cálidas Navidades en su mansión de la Florida, estaban solo esperando despedir el año que moría, con todo lujo desde luego, para volver a su elegante residencia en la Ciudad de los Vientos.

La joven Eliza, por el contrario, comenzaba el nuevo año con exámenes universitarios.
Ya en su último año de Economía y Finanzas, era una de las poquísimas mujeres en la carrera, y de todos sus compañeros, la más sobresaliente.
Orgullosa como es, no podía permitir que esta ocasión fuera la excepción, así que, despidiéndose de su familia y deseándoles un Feliz Año Nuevo por adelantado, partió de regreso hacia Chicago.

Apenas en su primer día de regreso, se dio cuenta de que no iba a poder estudiar como lo deseaba.
No faltó quien se enterara de su regreso, y las visitas no se hicieron esperar.
Amigas suyas llegando a felicitar las Navidades con uno que otro regalito atrasado.
Las señoras adictas al té y los chismes, amigas de su “mamita”.

Las busconcitas de alta alcurnia preguntando por su hermano ¡Ya estaba bueno!
Medio acomodó un nuevo equipaje, Eliza se calzó el grueso abrigo y se acomodó el sombrero, hizo que cargaran sus maletas al auto y ordenó al chofer que, de inmediato, la llevara a Lakewood.

-Pero señorita – dijo una doncella – Lakewood ahora está muy frío, está todo nevado.
-Seguro que se verá hermoso – respondió ella.

- Pero, no hay nadie ahí, debe estar muy triste y solitario.

-Tranquilidad, es justo lo que necesito ahora, absoluta paz- respondió Eliza mientras taconeaba hacia la salida, acomodándose un par de guantes.

- Pero señorita Eliza ¿va a recibir el Año Nuevo allá sola, en el campo? 

- ¡Yo no estoy para fiestas ahora! Lo que necesito es un lugar para poder estudiar en tranquilidad, sin nadie que me esté molestando; eso es lo que necesito… Eso, y que te calles de una buena vez.

Al llegar a Lakewood, dejó que el chofer le pusiera el equipaje en el recibidor y lo despidió.
Ella no lo necesitaba ahí, en cambio, su familia sí cuando volvieran.
Bastó con un par de minutos para que la estirada pelirroja cayera en cuenta de que estaba sola.
La casa, estaba impecable de limpia como siempre; y como siempre sumamente elegante, pero las cortinas echadas y el silencio insistente le daban la completa sensación de desolación.
Caminó hasta la cocina llamando el voz alta los nombres de las criadas y llegó hasta los cuartos del servicio encontrándolos vacíos.

La habitación del jardinero también estaba vacía.
Llegó hasta la habitación del mozo de cuadra y se quedó con la mano en la perilla pensando si no encontraría algún espectáculo bochornoso.
Había rumores...

Aún así, poniendo su mejor cara de patrona, abrió la puerta de un solo golpe, pero no había nadie.
Bueno, era oficial: estaba sola en la Mansión.

Ya sabía ella lo que había sucedido; seguramente sabiendo que los patrones no volvían sino a más tardar el tres de enero, los sirvientes habían decidido largarse de vacaciones en lugar de cuidar la casa como se les había ordenado; quién sabe cuántos años llevaban haciendo semejante cosa.

¡Ah, pero este sería el último! En cuanto llegara su madre, los pondría en evidencia y ella los colocaría de patitas en la calle.

Al pasar por las columnas de la ancha escalera del salón, algo llamó su atención.
En lo más alto del ángulo de la pared, cuatro grillos, de esos pequeños, algo gordos y color café oscuro; ejecutaban su carrasposa música.

"Eeewww, grillos !Genial lo que me faltaba. Seguramente chillarán toda la noche y no podré dormir. Tendré suerte si no me vuelven loca con su molesto ruidito..."

Pensaba la joven, mientras resoplaba cargando sus maletas hacia la habitación.
Y es que Eliza le tenía un asco acérrimo a los grillos desde aquella vez en que, de niños, su hermano, buscando hacerle una broma, le metió un grillo por la espalda de la blusa.
Eliza, como toda niña pequeña, le tenía temor a estos insectos, y Neil juraba que de ese modo, se curaría de aquel miedo “irracional” que les tenía.

Ella, desesperada por quitárselo se restregó contra la pared.
Al meter su mano para deshacerse de él, descubrió que las vísceras del grillo estaban embarradas por toda su espalda.
Eliza lloró días enteros, no quería ni mirar a su hermano, y no podía ni oler la comida sin que le provocaran nauseas y vómito.

Le costó mucho recuperarse de la repugnante broma de su hermano, quien tuvo que hacer muchos méritos para que su hermanita lo perdonara y lo aceptara de nuevo a su lado como compañero de juegos y pillerías...


Al menos había agua caliente en la regadera, Eliza dejó correr un poco el agua para que se entibiara y se metió a la ducha.
Quizás debió hacerle caso a la molesta sirvienta y quedarse en la ciudad ¿Quién la iba a atender aquí en lo que volvían los atrevidos desertores?
Con los ojos cerrados la joven recibía la caricia tibia del agua en su rostro, no vio la pequeña creatura que se balanceaba en el filo del grifo, quizás llamada por el calor que emanaba del tubo.

Perdiendo el equilibrio, fue arrastrada por el chorro de agua.
Eliza gritó agudamente cuando sintió el ligero golpe del grillo y la lucha de sus rústicas patitas por querer aferrarse a los rizos de su frente y no deslizarse por el rostro de la joven.

Ella, en un acto reflejo sin saber con certeza lo que era, lo empuño en su mano y con violencia lo estrelló en la pared del baño.
Cuando abrió los ojos, vio al insecto, o lo que quedaba de él, reventado, pegado a la pared por sus propias vísceras verduzcas, mientras debatía agonizante sus patitas y su cabeza oscura.

-¡Aaahgg! Maldita sea qué asco – gimió Eliza, y con su mano dirigió el potente chorro de agua hacia el despedazado ortóptero que, aun con vida, fue arrastrado penosamente hacia la coladera de la tina de baño.

Aun con el asco pintado en su rostro, la joven abrió la puerta de la ducha, se envolvió en la toalla y salió destilando agua, hacia su habitación.
Inmediatamente, salidos de quién sabe dónde, dos grillos salieron saltando inaudiblemente, detrás de ella...

Felizmente, sus años universitarios le habían enseñado cómo defenderse sola.
Luego que se hubo secado, bajó a la cocina, se preparó un té acompañado por unas crepes sencillas, y se acostó a dormir.

En medio de la madrugada, Eliza se sintió inquieta con la sensación de que la observaban.
Veía entre sueños, que miles de diminutos ojitos negros la miraban insistentemente desde todas las direcciones de su habitación.
Despertó al fin, sin sobresaltos pero con la sensación aun palpable de que estaba siendo observada.
Se incorporó en su lecho, y se percató de que no se escuchaba ni un sonido, a excepción claro, del molesto cántico de los grillos.

Grillos!" pensó ella agitándose el cabello como queriendo deshacerse de algo en él, al recordar del episodio del baño, y de pronto tuvo la sensación de que, en realidad no estaba sola en la habitación.
Y ese sonidito insistente y fastidioso...

Encendió la lámpara de su velador, y pudo ver que en un rincón de su habitación, cinco grillos agitaban afanosamente sus patitas originando el sonido que tanto la fastidiaba.

-¡No me van a dejar dormir! – exclamó ella levantándose bruscamente de su cama – no soporto escucharlos es una tortura para mis oídos. Vamos fuera ¡¡fuera de aquí!!

Mientras decía esto, abrió el balcón de su recámara, de inmediato un viento glacial se coló trayendo consigo ligerísimos copos de nieve, pero eso no la amedrentó.
Ayudada por un plumero, azuzó a los insectos hasta sacarlos del cuarto, cerró tras de sí la baraja de hierro y vidrio, y volvió a su cama.
Se envolvió, hecha un ovillo en las cálidas mantas y se quedó profundamente dormida.

A la mañana siguiente, al abrir el balcón para que entre luz a su cuarto, se topó con los cinco grillos, tiesos congelados en el piso.
Haciendo un mohín de desagrado, los empujó con el pie, hasta que cayeron uno por uno, precipitándose balcón abajo.
Cuando ella dio media vuelta para dirigirse a la cocina a prepararse algo de desayunar, un trío de oscuras criaturas aladas se coló por el balcón.

Al bajar por la escalera, el insistente ruido llamó nuevamente su atención.
En el ángulo alto de la pared, una vez más los grillos ejecutaban su molesto concierto.
Pero esta vez no eran cuatro; el número había aumentado y eran un grupo de al menos diez.

-¡Ahgg! Se van a volver plaga – dijo ella mirándolos con desagrado – mañana iré al pueblo a ver si consigo alguna especie de insecticida ¡Los muebles del recibidor peligran si dejo un día más a estos bichos aquí!

Ya en la cocina revisó qué había para comer, se le antojaron huevos revueltos; alguna vez había visto a la cocinera hacerlos, seguro no era nada difícil, considerando que ahora no era una completa inútil en la cocina… pero necesitaba una sartén.
¿Dónde, en esa enorme cocina, podrían guardar una sartén?

Abrió uno por uno los anaqueles de la cocina, descubrió donde estaba la vajilla elegante, donde se guardan las enlatados, encontró la vasija de las galletas y, claro, la colocó al alcance.
Mientras mordisqueaba una galleta de almendras, ya algo dura, continuó con su búsqueda.
De pronto se le ocurrió que algo grande como una sartén debía estar guardado en un compartimento grande, los anaqueles de debajo de la mesada podrían ser el sitio perfecto.
Y en efecto, ahí halló ollas y sartenes de todo tamaño.
Pero al momento de sacar una de las sartenes, vio algo que brillaba en el fondo del compartimento.
Algo, como un par de pequeños ojos negrísimos que la veían fijo ¿era su imaginación? Porque la miraban fijo a ella.
De pronto ya un fue solo un par; dos pares, tres, seis… y de pronto, al menos una quincena de grillossalió del sitio saltándole literalmente encima de su vestido.

Con un alarido la muchacha se echó hacia atrás, sacudiéndose entre gritos a los insectos que se le pegaba al abrigado suéter rojo de lana que llevaba, con sus patitas llenas de puntas, y al los bucles de su cabello.
Los animalitos brincaban en todas direcciones, por alguna razón les llamaba poderosamente la atención la prenda y el cabello de la muchacha, tanto que si caían volvían a brincarle encima.

Con el sartén en la mano, y gritando aun como una desesperada, Eliza comenzó a dar golpes en diversas direcciones, logrando escuchar como algunos de ellos se estrellaban contra el metal y caían al suelo.
Aun gritando desaforadamente, se puso de rodillas y empezó a dar golpes en el piso de mármol con la sartén, aplastando a los grillos y dejándolos hechos nada.

Después de unos momentos, agotada y con la respiración agitada, Eliza vio el asqueroso espectáculo que tenía delante.
Soltó la sartén que cayó haciendo sonar su ruido metálico y sordo al caer en las lozas del piso y se incorporó.
Se pasó las manos por el abrigo como si se las limpiara, y sintió algo áspero en él.
Al mirarlo, varias patitas y cabezas de grillo se encontraban enredados entre los hilos de lana, seguramente arrancadas de sus cuerpos al ser despedidos por sus manos.

Al borde del vómito, la joven se deshizo de la prenda con sumo cuidado, no vaya a ser que se le quedaran enredadas en el cabello aquellas asquerosas patitas.
Al pasarlo cerca de su rostro, pudo notar aquel desagradable olor característico que llevan consigo estos insectos.

¡No podía esperar más! Tenía que deshacerse de ellos ahora mismo, porque ya estaban por todas partes, y seguramente no demoraban en empezar a devorar el terciopelo de los muebles y las cortinas.

¡Los vestidos de seda de su madre! ¡Sus propios vestidos de fiesta tan caros!

Se precipitó corriendo hacia la puerta, iría al pueblo ahora mismo por el insecticida; pero, al abrir la puerta principal, se encontró con el espectáculo de el jardín nevado, la nieve alta de un par de días de no haber sido recogida, los árboles blancos y el frío del ambiente.

¿Cómo iba a salir de ahí sola? ¿Cómo? Si había mandado al chofer a volver a la ciudad en espera de su madre, y estaba en esa enorme mansión completamente sola.
Eliza tiritó de frío y se abrazó ella misma, extrañó su suéter rojo, pero no volvería a recogerlo.
Hasta se le había olvidado ya, que había amanecido con mucha hambre y ganas de huevos revueltos
. 

CONTINUARÁ...