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viernes, 6 de febrero de 2009

EL PRINCIPE DE LAS TINIEBLAS



Desde que era niño, Vladimir había presenciado las formas que tienen los soberanos para mantener la obediencia y, por qué no, la paz en sus dominios.
Dichas formas, rayanas en la tiranía y la crueldad, no eran mal vistas y bastante practicadas. Había visto a su propio padre cientos de veces perpetrar torturas y castigos a enemigos o insubordinados; todo era válido para hacerse respetar, incluso infundir miedo.
Por eso nadie se asombró que al tomar el trono de su pueblo, el joven príncipe Vladimir tomara en cuenta las mismas formas de impartir justicia y de exigir respeto por medio del temor y el dolor. Sin embargo, se recuerdan sus primeros años en el trono, como un soberano paciente y benévolo.
Fue buena época en la que el joven Vladimir tomó el poder. No era ni peor ni mejor monarca de lo que fue su padre, pero siempre la capacidad del regente se ha medido por la economía de una nación; y Vladimir podía vanagloriarse en decir que sus fueros se habían convertido en los más prósperos de la región.
Siendo el nuevo soberano de su país, y considerando su juventud, misma que podía hacerlo ver cono incompetente ante sus súbditos; sus consejeros le persuadieron a tomar prontamente una esposa.

Vladimir no tenía prisa, no encontraba a su pueblo descontento y no creía haber dado señales de incompetencia.
No tenía problema en aceptar el consejo que le daban, pero, guiado por los ímpetus de su juventud decidió que desposaría a la joven que ganara su corazón, ni más ni menos.
Su madre, la benévola reina no pudo estar más de acuerdo. Amaba a su hijo y lo quería ver feliz.
Pasó no mucho tiempo y Vladimir conoció a una joven de lánguido mirar y rosados labios que llamó su simpatía; a pesar de la timidez de la adolescente hicieron buenas migas y pasados unos meses Vladimir decidió que, si ella lo aceptaba, la convertiría en su consorte.
Los esponsales se realizaron con gran pompa, como corresponde al soberano de tan próspera nación. Incluso sus enemigos fueron convidados al banquete haciendo un pacto provisional de no agresión. Esperando tal vez con esto, hacer un llamado de amistad que se prolongue por el bien de toda la región.
Poco sabía Vladimir que, en su propia mesa, se fraguaba la treta que le llevaría a la desgracia.
Menos de un año había disfrutado el joven príncipe de las mieles del amor conyugal, cuando los conflictos en las fronteras requirieron su atención prontamente. Decidió marchar junto a sus hombres para defender su patria y a su dios de la invasión extranjera de los infieles, dejando a su esposa al cuidado de su madre y de personas en las que confiaba.
Casi tan pronto como habíase marchado el príncipe, la princesa recibía una misiva que le destrozó el corazón y la despojó de su alma.

Su amado esposo había caído en el campo de batalla bajo las flechas enemigas, y ya se dirigían al palacio para llevar a cabo las exequias.
La princesa, al no encontrar modo de mitigar su dolor, maldijo en silencio no haber engendrado el hijo que le diera continuidad a su amado en esta vida y que sería el único motivo que la atara a este mundo, y siendo así no dudó en acompañar a su amado a la muerte arrojándose por la ventana de su habitación hacia la furia de un río que corría a las márgenes del castillo.
Volvía el príncipe a casa después de descubrir que la amenaza era falsa, y encontróse con la amarga noticia de que la dueña de su amor se había quitado la vida creyéndolo muerto por una treta infame. Sabiendo que por el pecado que en su desesperación había cometido la princesa, su alma jamás reposaría en el Cielo, maldijo a su tierra, a su dios; maldijo la luz del sol y hasta su propia alma, invocando al mismo demonio pidiendo que le diera el poder para vengar el agravio.
El príncipe se vistió de dolor rehusándose a salir de sus habitaciones y negándose a comer, no aceptaba la compañía de nadie que no fuera su propia tristeza y empezó a llevar a cabo su venganza. Armó a su ejército y atacó los reinos circundantes, sin preguntar o indagar simplemente asumió que todos eran sus enemigos. Todos eran culpables, y ordenaba arrasar con cuanto se encontrara al paso, tomando prisioneros a los más ilustres nobles y jefes militares para someterles a terribles torturas y vejaciones en las que muchos morían.
Cuando alguno sobrevivía a esta cruel forma de divertimento que había descubierto el príncipe, ordenaba que atravesaran al prisionero con una estaca y le sembraran a la vera del camino que llevaba a su castillo. Pronto fueron cientos las estacas donde se empalaban a los desgraciados que, muchas veces aun sobrevivían algunos días gimiendo de dolor y sin poder espantar las rapaces que picoteaban su carne y sus ojos.
De allí adquirió el príncipe el tétrico y célebre título de “Vlad, el empalador.”
Sabiendo las atrocidades cometidas, una de las pocas noches que concilió en sueño, el príncipe tuvo una visión: en un abismo de oscuridad un ser de luz se le aparecía y lo instaba a abandonar su venganza “muertos están ya los que te dañaron” le decía “arrepentiros, no sigáis más allá; o vuestra alma se verá sumida en las tinieblas y no tendréis paz”.

El príncipe se rió ante estas palabras diciendo que él hace tiempo que se despidió de su alma, su venganza no cesaría jamás porque había sido el género humano el que lo había dañado. No había hombre, mujer o niño que no tuviera culpa de su desgracia. Para él ya no había paz ni dios, y él ya no se consideraba humano sino el mismo demonio; y si no lo era ya esperaba serlo algún día. Lo único que esperaba era tener vida suficiente para poder hacer llegar su venganza lo más lejos que pudiera. “¿Eso quieres?” preguntó el ser de su sueño, trocando la luz que le rodeaba por profunda tiniebla “¡Eso tendrás!” bramó el ser sin rostro ni forma, abalanzándose al príncipe y mordiendo su cuello, despojándolo de su sangre; matándolo con rapidez mientras en su cabeza cabían sus palabras como una maldición: “En verdad te digo Vlad Teppes, hoy comienza para ti una nueva vida en la muerte, maldijiste el sol, pues el sol será tu enemigo ahora, maldijiste a tu dios, pues tu dios ahora será la muerte. Véngate de todos los que quieras beberás tanta sangre como has derramado porque de eso sobrevivirás, te perseguirán y te cazaran tal como tú has perseguido.

Nunca más amaréis porque el amor es luz y de hoy en más vos sois el Príncipe de las Tinieblas.”
Los días que subsiguieron a esa noche, el príncipe Vladimir fue presa de una vil y extraña enfermedad, fiebre alta y escalofríos lo tenían postrado en el lecho y en sus delirios solo repetía el nombre de su amada. Su piel se tornaba cada vez más fría y pálida y no soportaba ni si quiera la luz oscilante de una vela en su presencia.

Se temía por su vida y la reina sufría tanto y estaba cada vez más desesperada.
Una noche, el sirviente que cuidaba las fiebres del príncipe mandó llamar a la reina. El motivo; el príncipe no se movía, estaba frío y parecía que había dejado de respirar. Enloquecida la reina penetró en los aposentos del amado hijo para confirmar que, en efecto, su príncipe había abandonado este mundo.
La noticia corrió como reguero de pólvora y los lejanos enemigos que aun se habían salvado de la furia vengativa del príncipe, se regodearon al enterarse que aquella región quedaba sin soberano, lista para ser invadida y saqueada. En el sombrío castillo, el cuerpo del príncipe era preparado para los funerales, siendo asistida la reina tan solo por el fiel sirviente que se desvelara en la enfermedad de su príncipe.
De pronto, una mano helada agarró con fuerza al sirviente que no alcanzó ni a gritar para pedir auxilio; la reina, enmudecida, observó la acción sin dar crédito a lo que veía y sin poder siquiera moverse. Al punto, el joven sirviente quedaba exangüe y flácido en los brazos del príncipe que, levantándose de los mismos brazos de la muerte, aferraba su boca al pobre cuello, sorbiendo con avidez hasta la última gota de sangre; arrojando luego aquel cascarón seco y vacío lejos de sí, buscando a su alrededor algo más con lo que saciar su sed.
Sus ojos de mirar furibundo y destellos amarillos se posaron en la trémula reina y se aproximó a ella ostentando los colmillos, mientras su pálida boca dejaba escapar espumarajos rojizos que se derramaban en su traje al tiempo que aprisionaba a la autora de sus días en un apretado abrazo, dispuesto a drenarla como al otro.
A la voz de “¡Hijo!” el príncipe pareció como despertar de una ensoñación; separóse de la reina y viendo en lo que se había convertido, se llevó las manos a la cabeza bramando como un animal herido mientras espesas lágrimas de sangre se derramaban por sus mejillas.
Se encaramó sobre la ventana, la misma por la que su amada había decidido acompañarlo; cuando escuchó la triste voz de su madre tras de sí “Hijo, ¿qué has hecho?”. Volviéndose apenas, más que para responder, para mirarla por última vez el príncipe contestó murmurando tristemente: “Morir”.
Desde esa noche, cuentan los más viejos que el príncipe recorre el mundo tomando víctimas de las que alimentarse, libando la sangre de culpables e inocentes; mientras deja tras de sí un halo de muerte y oscuridad, creando a veces, compañeros que le ayuden a continuar con su labor y su venganza. Encerrando la tristeza de su amor perdido en una capsula de maldad y misterio, abandonando la verdad de su existencia al hálito de la fantasía, de los mitos y las leyendas.

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