¡Los hombres lobos no existen!
¡¡No existen!!...
Estos pensamientos retumbaban una y otra
vez dentro de mi cabeza, mientras mis ojos veían aterrados, desorbitados, sin
poder creer, aquel horror que presenciaban…
Tenía casi 15 años y durante toda mi vida
había sido el niño mimado de toda la familia.
Habiendo perdido a mi madre a temprana edad
y sin haber conocido muy bien a mi padre, todo lo que siempre supe es que desde
muy niño quedé al cuidado de la tía
abuela Elroy ya que mi padre no podía hacerse cargo de mí.
No, nunca pudo…
…¡No puede ser! ¿Qué es esto? ¡¿Qué
brujería…?! ¡¡Qué demonios está pasando! Me preguntaba una y otra vez incrédulo.
Me hubiera quedado en la casa ¡¿Para qué
demonios había salido?!
Aquella noche me había despertado de
pronto, importunado, incómodo.
Miré a mi alrededor en la penumbra de la habitación
y de pronto me sentí sofocado, como encerrado.
Al incorporarme, noté que la almohada,
parte de la sábana y la camisa de mi pijama, estaban empapados de sudor.
Aparté de mí las mantas, me senté al borde
de la cama y posé mis pies desnudos en el piso helado; apenas lo hice sentí un
ligero alivio; en verdad me sentía sofocado.
Pensé “Seguro
que Stear de nuevo se ha dejado encendido el calefactor de su taller…” el
cual quedaba pared con pared con mi habitación.
Me pasé el dorso de la mano por la frente
enjugándome el sudor, y me desabotoné el pijama.
Agua, necesitaba agua ¡tenía una sed
terrible!
“¡Ah
Stear! Si no tuviera yo el sueño tan liviano, me matarías de una deshidratación
sin siquiera enterarte.” pensé; mientras, perdiendo
cualquier atisbo de modales, tomé la jarra de cristal del buró y bebí
directamente de ella, a tragos largos, sonoros y apurados.
Ligeros chorritos de agua corrieron por mi
barbilla y cuello mientras vaciaba completamente el recipiente.
Me puso en pie enjugando el agua de mi
cuello y apagué el calefactor de mi pieza.
Abrí la ventana y el viento helado entró de
golpe, agitando violentamente las cortinas y haciendo tambalear la lamparita
del buró; pero para mí fue como una caricia que me envolvió levantando, los
faldones de mi camisa y secando mi frente sudada.
Toqué mi rostro respirando profundamente y lo
sentí caliente, demasiado.
¿Fiebre? Qué raro, si nunca me había enfermado de nada en mi vida,
y además no me sentía mal.
Miré el paisaje ante mí; otoño, y la luna
llena.
Recordé la fecha y mis ojos buscaron el
reloj de pared: 02:15 am… Ya era mi día ¡acababa de cumplir quince años y en la
mañana mi vida cambiaría por completo!
Oh, cuando tuve aquel pensamiento, nunca
hubiera podido ni imaginar si quiera cuánta razón tenía; mi vida iba a cambiar
¡y de qué manera!
Sonreí al pensar en la comida especial y el
delicioso pastel de cumpleaños que con toda seguridad mi tía haría preparar; “Mi niño del otoño” solía llamarme.
Sí, yo había llegado con el otoño… y con el
otoño también mi mamá se fue, y cuando la perdí fue también la última de las poquísimas veces
que había visto a mi padre.
Volví mi vista a la ventana, la niebla
estaba muy baja y algo espesa, cubría todo el jardín. El viento seguía soplando
y yo ¡me moría de calor!
De pronto, quise salir… pero pensé ¿y si me
enfermaba? Al parecer tenía calentura, salir a esa hora, con ese clima y con
esa temperatura ¿y si me hacía daño? ¿Y si me daba un “mal aire”?
Al final decidí que no sucedería nada; yo nunca me había enfermado; nunca, de nada.
En cambio mamá…
… ¡NO! ¡NO! ¡¡No por favor dios, no!!
Ahí en la oscuridad del bosque, movía la
cabeza de un lado al otro en absoluta negación; negación que era inútil pues
mis ojos no podían negar el horror que miraban.
Cuando vi aquella piel clara cambiar a oscura,
cubrirse de hirsuto pelaje… ¡Dios! creí que enloquecería.
Mientras un sudor helado me rodaba por
rostro, y gruesas hebras de cabello se me pegaban tercas a las sienes; mi respiración
entrecortada y desesperada se materializaba en espesas volutas de vapor al
hacer contacto con el aire frío de aquella neblinosa madrugada…
Luego de que mamá muriera, me sentí muy
solo.
Poco se me hacían los regalos y las
postales que padre me enviaba ¡Lo quería a él!
Apenas aprendí a leer y escribir sin ayuda,
empecé a enviarle cartas pidiéndole que viniera por mí.
Padre, siempre me contestaba con amables y cariñosas palabras, diciéndome cuánto me extrañaba y todo lo que me amaba; prometiéndome que algún día estaríamos juntos.
Padre, siempre me contestaba con amables y cariñosas palabras, diciéndome cuánto me extrañaba y todo lo que me amaba; prometiéndome que algún día estaríamos juntos.
“…
Espérame hijito querido; te prometo que un día será, mientras tanto sé un niño
bueno y obediente hasta que yo vaya por ti. Algún día, cuando tengas la edad
propicia, estaremos juntos. Mientras tanto, por favor ten paciencia.”
Pero ¿Cuándo sería eso? ¿A qué se refería
con eso? ¿Cuál es la edad “propicia” para que un hijo esté con su padre?
Cuando fuí un poquito mayor, creí comprender…
… Ahora hubiera preferido no haber salido
de casa. Estaba solo en medio del bosque, en medio de la madrugada, rodeado de
niebla, descalzo, medio desnudo y con aquel espectáculo horrible que
presenciaba.
Estaba transido de terror, nunca en mi vida
había estado tan asustado.
El corazón dentro de mi pecho palpitaba
desesperadamente, sin control alguno, mientras los jadeos de mi respiración
agitada eran cada vez más desesperados.
Un fuerte dolor comenzó a oprimir mi pecho,
sentía cómo la temperatura de mi cuerpo se había elevado considerablemente; antes
había pensado que tenía algo de fiebre pero esto ¡esto no era normal!
Ardía literalmente, sentía que me quemaba
por dentro, que me combustionaba completo.
Quería volver a casa, pero no podía ni moverse,
no podía; de pronto sentí mis pulmones contraerse dolorosamente como si una
mano por dentro los apretara y los exprimiera, deshaciéndolos, dejándolos
secos.
¡Me ahogaba! MI garganta se cerró del todo
y sentí tal opresión, como si las costillas mismas estuvieran contrayéndose
dentro de su pecho y aprisionando entre ellas mis pulmones, mi corazón ¡todo!
Amenazando con dejarme deshecho por dentro, solo una masa informe de carne
sanguinolenta.
Hubiera querido correr pero estaba
completamente estático, paralizado de dolor y de miedo.
Ya completamente desarmado, caí de rodillas a la hierba húmeda y fría, preso
de un dolor indescriptible, sin poder emitir sonido, mientras sentía que la
vida se me iba con el aire que mis pulmones no lograban obtener; mientras
aquella hórrida creatura de pesadilla continuaba transfigurándose, justo ante
mis ojos…
Algunos años después de que mamá muriera, y
yo ya no era tan pequeño como para no comprender algunas cosas, escuché una
conversación entre su tía Elroy y su hijastra Sarah.
-
¡Fue una desgracia! – gemía la
tía – “Rosey” casada con ese… ¡hombre! Era obvio que nada iba a salir bien.
-
Al menos Anthony está aquí a
salvo con usted, Sra. Elroy.
-
Sí pero ¿¡por cuanto tiempo!?
Un día Vincent Brown vendrá y se llevará a
su hijo, y no podré impedirlo.
-
Ni debería Sra. Elroy –
respondía Sarah – recuérdelo.
-
Lo sé… ¡Nunca perdonaré a Vincent Brown! Digan lo
que digan estoy segura que la extraña enfermedad que mató a mi “Rosey” fue su
culpa. Él llegó solo a maldecir a nuestra familia… Infeliz ¡Maldito animal!
Yo, no comprendía porqué la tía se
expresaba así de mi padre ¿Por qué la enfermedad de mi madre sería culpa de papá?
Si lo fuera ¿no debería yo también estar
enfermo?
Pero no lo estaba, y nunca me había
enfermado de nada; era tan sano que
mientras los niños de mi edad ya padecían con las paperas, la escarlatina, el
sarampión; yo nunca había cogido ni una gripe.
Nada.
¿Por qué
tía Elroy ofendía a papá de
aquella manera?
Padre era un hombre bueno ¡Tenía que serlo!
Sino mamá no se hubiera enamorado de él… Sí, mi padre era bueno ¡No un animal
como ella le llamaba!
Me quedó claro entonces que mi padre era
más que non grato en su familia,
entonces creí comprender un poco las
palabras de aquella carta cuando se refería a una edad “propicia”.
Al parecer, si quería estar con mi padre
tendría que definitivamente esperar a ser mayor y que nadie pudiera impedirlo.
A esa edad decidí esperar; ya había
esperado bastante, así que haría como papá me pedía siempre en sus cartas;
esperaría, sería un niño obediente y sobre todo, tendría paciencia; mucha
paciencia…
… Me revolcaba en la hierba.
El fuego abrasador que me quemaba por
dentro, el dolor de todo mi cuerpo que parecía estarse partiendo poco a poco en
pedazos, el horror de lo que estaba viendo ante mí… ya al borde de la locura
solo atiné a implorar que, si habría de morir, sucediera pronto y no tener que padecer
más.
Como si tanta tortura no fuera suficiente;
creí en realidad enloquecer cuando vio ante mí aquellas dos horrendas garras
grises, cubiertas de pelaje y de largas uñas oscuras ante mi rostro.
Lo último que sentí, fue esas mismas garras
apoderándose de la piel de mi pecho; sentí las uñas horadándome la piel, rasgándome
con furia, arrancándome la carne a pedazos.
Por fin, después de tanto padecer, logré
tomar una gran bocanada de aire que ingresó casi dolorosamente y un grito desgarrador
salió de mi garganta con toda la fuerza
de la que podía ser capaz en un momento tan horroroso y desesperante.
Sin embargo a mis oídos, mi propio grito
sonó extraño, con tonalidades guturales; fue el grito más extraño que jamás
hubiera escuchado a ser humano alguno…
La última carta de mi padre había llegado
un par de días antes.
En una misiva anterior me había hecho una
maravillosa promesa: que el día anterior a mi décimo quinto cumpleaños, vendría
a verme.
Pero ¿era posible? Mi padre venía ¡¡Venía
por fin!!
¡Me volví como loco! hice maroma y circo
por toda la casa agitando la carta como bandera y mostrándosela a todos con
gran alegría.
Salí corriendo al jardín y me senté entre
las rosas de mamá a leerla por enésima
vez desde que la abriera, pero esta vez en voz alta; para que ella también
escuchara la noticia y gozara con mi alegría.
Solamente la tía Elroy pareció no recibir
muy complacida la noticia; se encerró en
sus habitaciones y pidió no ser molestada. Alguna mucama aseguró luego que la
había escuchado sollozar.
Preocupado, subí a tocar la puerta de su
pieza, pero ella no abrió ni me permitió la entrada, solo me pidió muy
amablemente que por favor la dejara descansar.
Ahora la nueva carta de papá anunciaba un
retraso; había tenido algunos problemas “personales” y no podía movilizarse así
sin más. Pero la espera no sería larga, apenas un día después de lo antes
prometido.
“…Iré
al día siguiente hijo, temprano en la mañana del día de tu cumpleaños, me
tendrás frente a ti. Te lo prometo.
Y
cualquier cosa que sucediera durante este día tan especial, por favor hijo, no
desesperes.
Ten
paciencia y comprende; yo llegaré a responder todas y cada una de tus
preguntas.
Te
prometo que por fin estaremos juntos…”
… Me quedó ahí tendido en la hierba, desmadejado,
sin atinar a moverme.
De pronto el dolor había desaparecido, un
suave calor me envolvía, pero ya no el calor abrasador de antes; sino uno suave
y confortable, como una suave colcha.
Aun sentía la hierba fría y húmeda debajo
de mi rostro y mis miembros, pero no me era molesta, y de hecho su aroma; aquel
aroma fuerte y dulce, me consolaba.
Poco a poco la respiración de mi pecho fue
regularizándose. Todo había terminado, no había más dolor, no había más
desesperación.
El aire entraba a raudales por mis fosas
nasales, y con él todos los maravillosos aromas del bosque que me rodeaba.
Había tanto silencio que a mis oídos
llegaba hasta el más ligero movimiento de los animalillos del bosque a los
cuales, sin necesidad de mirarlos, percibía por el sonido de sus pisadas.
Ya apaciguado, abrí los ojos esperando
hallar la oscuridad del bosque en penumbras, pero en vez de eso mis ojos
miraron a mi alrededor percibiendo cada rincón de la naturaleza que me rodeaba
con una claridad como si fuera pleno día, y la luz de la luna llena más
brillante que nunca.
Me puse en pie con cierta dificultad y
levanté la cabeza mirando todo en derredor.
¿Qué era lo que había sucedido? ¿Qué era
todo eso que acababa de suceder?
Caminé hacia un claro que se abría en medio del bosque mientras meditaba en que
ojalá mi padre llegara esa mañana como lo había prometido, de pronto pensé que
quizás quince años era una edad bastante “propicia” para que un hijo como
yo y un padre como el mío volvieran a
estar juntos ¡Y sí que tenía preguntas que hacerle!
Tenía sed; caminé un poco y llegué hasta el
lago, me incliné para beber un poco mientras miraba fijamente mi reflejo en el
agua clara.
¡Era fascinante!
Bebí tanto como quise sin poder dejar de
mirar la mirada de mis propios ojos en la superficie del agua y luego levanté
el rostro y me quedé embelesado con la belleza del gran orbe plateado sobre mi
cabeza.
¡¡Qué maravilla!!
Había observado la luna llena tantas veces
en mi vida, y nunca como ahora sentí tanta admiración, tanta adoración… un
sentimiento muy parecido al amor surgió en mi al observar la luna, tan bella,
tan brillante.
No pude evitar abrir la boca y expresarlo.
“Los
hombres lobo no existen… ¿o sí?” seguía
preguntándome, aun incrédulo.
Pero la verdad no dejaba ya lugar a ninguna
duda.
Si los hombres lobo no existieran ¿entonces
qué hacía yo en medio del bosque, aullando con pasión a la luna llena?