Mara es virgen; pronto cumpliría treinta años y nunca había tenido sexo con nadie. Le gustaban los hombres y adoraba a sus amigas, aunque ellas siempre hacían bromas sobre su “inconveniente”, como llamaban ellas a su prolongada virginidad.
Sin embargo, Mara era experta en sexo.
Se sabía los nombres de todas las películas pícaras, eróticas y pornográficas de los últimos quince años. Se sabía la vida de los mejores y más laureados actores y actrices porno; desde los amores de la Ciccolina y las supuestas cirugías agrandadoras de Rocco Sifreddi hasta los escándalos de la minoría de edad de Tracy Lords y el falso SIDA de Carmen Luvana, y bueno, cómo no saberse las tramas de dichas películas si todas van de lo mismo: sexo.
Tenía en su casa una gran biblioteca llena de libros y documentos sobre temas eróticos y sexuales; manuales de técnicas y posiciones, teorías de Freud, tres tipos distintos de Kama-Sutra, las historias del Marqués de Sade, la colección de libros de Henry Miller, etc.; y su gran tesoro: el “Delta de Venus” de Anaïs Nin.
Apoyada por su vasto conocimiento y su extenso material didáctico, daba los mejores concejos sexuales a hombres y mujeres.
Mara tenía las más candentes fantasías y las transformaba en historias eróticas que hacían sonrojar a los más experimentados depredadores sexuales.
Tenía cientos de pretendientes, que no le habían faltado nunca: casi todos sus vecinos, la mitad de sus compañeros de trabajo, y una que otra “amiga.” Y cómo no, si no era una mujer fea, al contrario. Tenía veintinueve llegando a treinta, caderas firmes, cintura de avispa, senos de quinceañera, rostro de princesa, piel de armiño, ojos felinos y una poblada mata de cabello azabache. Pero ella muy amablemente siempre declinaba las proposiciones, nunca cedía.
Pero, al contrario de lo que muchos creían no era de piedra. ¿Frígida? ¡Ni mucho menos! Tenía sus sentimientos, más de una vez se había enamorado; y tenía sensaciones como cualquier mujer, y me atrevería a decir que, hasta más que cualquier mujer.
Ver un hombre atractivo por la calle, que la mirara como solían mirarla a ella, provocaba que un calorcito picante recorriera todo su cuerpo, haciendo que sus pezones se hincharan y, del centro de su femineidad brotara aquella miel que muchos anhelaban libar.
Lo que nadie sabía es que Mara tenía una vida sexual bastante plena. No, no me malinterpreten, repito, Mara es virgen.
Como he dicho antes, sus fantasías eran lo más candente del planeta.
Pero quizá el lector se preguntará ¿coqueteaba? Constantemente. ¿Permitía que la besaran? Cada vez que ella lo deseaba. ¿Permitía que la acariciaran? Todo el tiempo. Pero nunca iba más allá. Ella solía permitir que otros u otras encendieran su deseo, pero siempre permanecía fiel a sus poderosas fantasías, y solo a ellas se entregaba por completo.
Aprovechando su prodigiosa imaginación, cada noche abandonaba su cuerpo virginal a sus propios y vehementes deseos, y al mejor amante que, sinceramente, (sorry chicos) cualquier mujer puede tener: sus propias manos.
Cada vez que tenía la oportunidad se encerraba en su habitación, corría las cortinas y cerraba los ojos abandonándose totalmente a un mundo de sensaciones y fantasías que definitivamente no eran de este plano.
Desnudaba totalmente su cuerpo con toda la calma y la sensualidad de la que era capaz y en su cama o donde fuera, daba rienda suelta a sus más fogosas fantasías, ensayando todas las posiciones que había aprendido de sus lecturas y recorría hasta el más recóndito rincón de su cuerpo con sus manos y sus dedos.
Imaginaba diversos amantes, no tenía reparos en edades, razas o posición social. En sus sueños había poseído a todos los estratos de hasta las más bizarras partes del mundo.
Cuando ella quería era uno, dos o tres; hombres o mujeres, o todos a la vez; a veces bacanales desenfrenadas de sexo salvaje o la más tierna sesión romántica.
Sea como fuere, todos sus amantes siempre estaban deseosos de ella y por supuesto, siempre ella estaba deseosa.
¿Para qué necesitaba bocas que mordieran y amorataran su delicada piel?
¿Para qué falos que horadaran bruscamente sus recónditos secretos de mujer? O manos ansiosas de estrujaran toscamente sus carnes ¿para qué? ¡Si tenía sus propias manos que la conocían como nunca nadie lo haría y que la acariciaban tiernamente haciéndola conocer el cielo!
En su particular modus vivendi, ella se encontraba libre de todo tipo de problemas: cuernos, celos, desconfianzas, y demás hierbas malas que inevitablemente llegan con las relaciones interpersonales.
¡Cuántas veces había visto llorar a sus amigas por las estupideces de sus desconsiderados amantes! Y para colmo, la mayoría de las veces esos desconsiderados amantes, ni siquiera eran machos satisfactorios para complacer a la hembra.
Por estas y otras cosas ¿qué más daban las bromas de sus amigas o las habladurías de la gente?
¿Qué tenía de malo llegar virgen a los treinta? Y si se moría virgen ¿Qué importaba? Ella gozaba de su sexualidad mucho más que cualquier otra mujer porque no estaba supeditada a las ganas, los deseos o las costumbres de alguien más, sino, solo a los suyos propios.
Que sigan hablando y la sigan deseando, eso encendía su fuego y activaba aquella maquinita incansable que era su cerebro y le daban material para una fuente inacabable de nuevos amantes y nuevas aventuras.
Mara es virgen, si, ¡una virgen insaciable!
Sin embargo, Mara era experta en sexo.
Se sabía los nombres de todas las películas pícaras, eróticas y pornográficas de los últimos quince años. Se sabía la vida de los mejores y más laureados actores y actrices porno; desde los amores de la Ciccolina y las supuestas cirugías agrandadoras de Rocco Sifreddi hasta los escándalos de la minoría de edad de Tracy Lords y el falso SIDA de Carmen Luvana, y bueno, cómo no saberse las tramas de dichas películas si todas van de lo mismo: sexo.
Tenía en su casa una gran biblioteca llena de libros y documentos sobre temas eróticos y sexuales; manuales de técnicas y posiciones, teorías de Freud, tres tipos distintos de Kama-Sutra, las historias del Marqués de Sade, la colección de libros de Henry Miller, etc.; y su gran tesoro: el “Delta de Venus” de Anaïs Nin.
Apoyada por su vasto conocimiento y su extenso material didáctico, daba los mejores concejos sexuales a hombres y mujeres.
Mara tenía las más candentes fantasías y las transformaba en historias eróticas que hacían sonrojar a los más experimentados depredadores sexuales.
Tenía cientos de pretendientes, que no le habían faltado nunca: casi todos sus vecinos, la mitad de sus compañeros de trabajo, y una que otra “amiga.” Y cómo no, si no era una mujer fea, al contrario. Tenía veintinueve llegando a treinta, caderas firmes, cintura de avispa, senos de quinceañera, rostro de princesa, piel de armiño, ojos felinos y una poblada mata de cabello azabache. Pero ella muy amablemente siempre declinaba las proposiciones, nunca cedía.
Pero, al contrario de lo que muchos creían no era de piedra. ¿Frígida? ¡Ni mucho menos! Tenía sus sentimientos, más de una vez se había enamorado; y tenía sensaciones como cualquier mujer, y me atrevería a decir que, hasta más que cualquier mujer.
Ver un hombre atractivo por la calle, que la mirara como solían mirarla a ella, provocaba que un calorcito picante recorriera todo su cuerpo, haciendo que sus pezones se hincharan y, del centro de su femineidad brotara aquella miel que muchos anhelaban libar.
Lo que nadie sabía es que Mara tenía una vida sexual bastante plena. No, no me malinterpreten, repito, Mara es virgen.
Como he dicho antes, sus fantasías eran lo más candente del planeta.
Pero quizá el lector se preguntará ¿coqueteaba? Constantemente. ¿Permitía que la besaran? Cada vez que ella lo deseaba. ¿Permitía que la acariciaran? Todo el tiempo. Pero nunca iba más allá. Ella solía permitir que otros u otras encendieran su deseo, pero siempre permanecía fiel a sus poderosas fantasías, y solo a ellas se entregaba por completo.
Aprovechando su prodigiosa imaginación, cada noche abandonaba su cuerpo virginal a sus propios y vehementes deseos, y al mejor amante que, sinceramente, (sorry chicos) cualquier mujer puede tener: sus propias manos.
Cada vez que tenía la oportunidad se encerraba en su habitación, corría las cortinas y cerraba los ojos abandonándose totalmente a un mundo de sensaciones y fantasías que definitivamente no eran de este plano.
Desnudaba totalmente su cuerpo con toda la calma y la sensualidad de la que era capaz y en su cama o donde fuera, daba rienda suelta a sus más fogosas fantasías, ensayando todas las posiciones que había aprendido de sus lecturas y recorría hasta el más recóndito rincón de su cuerpo con sus manos y sus dedos.
Imaginaba diversos amantes, no tenía reparos en edades, razas o posición social. En sus sueños había poseído a todos los estratos de hasta las más bizarras partes del mundo.
Cuando ella quería era uno, dos o tres; hombres o mujeres, o todos a la vez; a veces bacanales desenfrenadas de sexo salvaje o la más tierna sesión romántica.
Sea como fuere, todos sus amantes siempre estaban deseosos de ella y por supuesto, siempre ella estaba deseosa.
¿Para qué necesitaba bocas que mordieran y amorataran su delicada piel?
¿Para qué falos que horadaran bruscamente sus recónditos secretos de mujer? O manos ansiosas de estrujaran toscamente sus carnes ¿para qué? ¡Si tenía sus propias manos que la conocían como nunca nadie lo haría y que la acariciaban tiernamente haciéndola conocer el cielo!
En su particular modus vivendi, ella se encontraba libre de todo tipo de problemas: cuernos, celos, desconfianzas, y demás hierbas malas que inevitablemente llegan con las relaciones interpersonales.
¡Cuántas veces había visto llorar a sus amigas por las estupideces de sus desconsiderados amantes! Y para colmo, la mayoría de las veces esos desconsiderados amantes, ni siquiera eran machos satisfactorios para complacer a la hembra.
Por estas y otras cosas ¿qué más daban las bromas de sus amigas o las habladurías de la gente?
¿Qué tenía de malo llegar virgen a los treinta? Y si se moría virgen ¿Qué importaba? Ella gozaba de su sexualidad mucho más que cualquier otra mujer porque no estaba supeditada a las ganas, los deseos o las costumbres de alguien más, sino, solo a los suyos propios.
Que sigan hablando y la sigan deseando, eso encendía su fuego y activaba aquella maquinita incansable que era su cerebro y le daban material para una fuente inacabable de nuevos amantes y nuevas aventuras.
Mara es virgen, si, ¡una virgen insaciable!