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lunes, 24 de marzo de 2014

CUMPLIR UNA PROMESA


… Cuando él volvió a casa las cosas ya no fueron lo mismo que antes.
Habían pasado muchas semanas, yo casi había renunciado a esperar su regreso; había vuelto a los callejones, había vuelto a los basureros. Casi había perdido toda esperanza.
Cuando lo vi aparecer por las escaleras aquella última noche, supe que dios existía y que no se olvidaba ni de su más humilde obra.
Pero ya nada fue igual…

Permaneció en cama durante días; no sé si dormía o no pero al parecer estaba muy cansado, se notaba en su rostro demacrado y ojeroso, sus ojos azules ya no brillaban como antes, su sonrisa había desaparecido. Ya no era él, y eso me dolía terriblemente.

Era como si su cuerpo hubiera vuelto pero su alma… sepa dios dónde se habría quedado.
Como bien lo había imaginado, ella, la bonita chica de las pecas,  no volvió nunca más, y él pasaba cada vez más tiempo fuera de casa y cuando estaba, dormía durante interminables horas.

Al poco tiempo nos mudamos, y al llegar a nuestra nueva casa, aquella chica molesta lo estaba esperando; aquella de la sonrisita coqueta que siempre andaba tras de él.
Pero ella tampoco era como antes, que revoloteaba cerca de él todo el tiempo. Ella también estaba demacrada, también estaba triste. Había cambiado también.

No puedo quejarme de la vida que tuve en ese nuevo hogar, poco a poco él fue recuperando el semblante; nunca volví a  ver aquel brillo en su mirada pero al menos, parecía estar acoplado a su nueva condición.
Ella, para qué negarlo, hacía lo que podía por agradarlo e incluso conmigo era buena y cariñosa, pero, si ni siquiera podía con su propia tristeza, era de esperarse que no pudiera hacer nada por él.
Los años pasaron y la vida se volvió monótona y gris. En casa se hablaba lo necesario, se sonreía por compromiso, se saludaba por costumbre. Toda la casa estaba llena de frío.

Yo no sé, porque los humanos siempre se inmiscuyen en situaciones que los vuelven desdichados, muchas veces sentí deseos de abandonar ese lugar y no volver. Los callejones no son tan cálidos y seguros, pero ciertamente eran menos deprimentes.
Pero  no, nunca me fui; yo había prometido quedarme con él para siempre.
Él me salvó la vida, me alimentó, me dio calor, un hogar ¡un nombre! Y yo, prometí pagarle toda su bondad con mi amor incondicional y mi compañía hasta que volviera a verlo sonreír.

Ella era dulce. Triste, melancólica, lloraba mucho en especial en las noches de nieve.
Me acostumbré al sonido de aquella silla extraña en la que siempre estaba sentada y trataba de hacerle compañía pues la verdad, siempre estábamos solas.
Yo le tenía cierto aprecio pues nunca me trató mal, nunca fue cruel conmigo, nunca me dijo cosas hirientes, siempre tuvo para mí una caricia y yo, que sé devolver, nunca le negué las mías.
Pero a veces cuando yo reposaba en su regazo, me contaba entre lágrimas, todo su dolor y su enorme arrepentimiento.

Cuando cayó en cama, de alguna manera supe que ya no se levantaría nunca más. No tenía fuerzas, no tenía voluntad. Quería irse y yo lo sabía.
Permanecí a su lado durante días escuchando como su respiración se hacía cada vez más leve.
Su corazón latía cada vez más lento, hasta que un día… nada.
Había sido tan hermosa, tenía la sonrisa dulce y la mirada brillante; y a ratos aquella expresión entre tímida y pícara de quien sabe que está haciendo una travesura indebida; pero poco a poco con el paso de los años, su juventud fue muriendo, como muere una flor a la que arrancan de su mata y dejan abandonada en cualquier rincón; se marchitó.

 Para cuando su cuerpo dejó de emitir calor, era solo una cáscara blanquecina… Se apagó, como una velita.
A su despedida, vino muchísima gente… irónicamente, él y yo fuimos los únicos en llorarla.
Durante todos estos años siempre me pregunté qué era lo que había provocado todas las cosas que vi a mi alrededor.
La tristeza de él, la enfermedad de ella, el hecho de que la chica de las pecas no volviera nunca más ¡Nunca le hallé sentido! Nunca entendí dónde fue que todo se torció, mi amo era feliz con aquella de las pecas, lo que sentían el uno por el otro era palpable, podía sentirse como se siente el calor que emana de un radiador. Era cálido y dulce, se sentía bien estar cerca de ellos, se estaba a gusto.
En esta casa siempre hubo frío, nunca hubo ese calor especial. No entre ellos.

Ahora que ella ya no está él dijo que no tiene más sentido quedarnos aquí, así que  fuimos a buscar un nuevo hogar, lejos de toda la tristeza y la agonía de todos estos años que quedará encerrada en este lugar para siempre. No la llevaremos con nosotros ¡eso tiene que ser bueno!
Después, aquel viaje tan largo y tan incómodo… menos mal él no cumplió todo el tiempo con la ordenanza de mantenerme siempre en una jaulilla ¡Me hubiera muerto! “ya no estás para estos trotes” me decía cada noche mientras me acurrucaba a su lado y me envolvía en la manta, como siempre; y tiene razón. 
Los años no pasan en vano y en mí al parecer pasan muy rápido.
Sólo espero poder cumplirle mi promesa…

Me costó acostumbrarme al nuevo lugar, no me creía yo que luego de tantos años en una casa tan lúgubre, de pronto estemos en un lugar tan lleno de luz.
Solo al entrar el ambiente era distinto, el calor de este lugar era auténtico, un calor dulce y pronto comprendí la razón al verla recibirnos con lágrimas en los ojos.
A veces por las tardes, ella abre esa bonita caja llena de papeles y los lee uno por uno; a veces se entristece pero siempre termina sonriendo, hasta que llega él y entonces la casa se llena de risas.
Hoy, luego de tantos años y todo lo que he visto durante ellos, nuevamente me doy cuenta que dios existe y no se olvida de nadie, ni si quiera de mí.
De mí, que alguna vez fui una pobre gata callejera a la que un joven aspirante a actor recogió por lástima una noche de lluvia.
Hoy he llegado a la conclusión de que la vida se encarga de poner cada cosa en su sitio y que así sea tarde, todo termina como tiene que ser.
La casa donde vivimos tiene un patio enorme lleno de narcisos entre los que me gusta brincar  hasta salir llena de polen amarillo que luego ella delicadamente limpia con un paño mientras me acaricia y alaba mis ronroneos.

Hoy no me siento con ganas de brincar entre las flores, mis viejas patas ya no me sostienen como antes y mi vista ya no es nada buena como para seguir persiguiendo bichitos entre los narcisos, pero reposaré entre ellos porque hoy huelen particularmente bien.
Mientras la tarde comienza su crepúsculo, los percibo abrazándose en el umbral que da al  patio; casi no puedo verlos pero siento el calor que emanan sus cuerpos al abrazarse, ese calor suave, dulce. Esa sensación de genuina felicidad.
¿Eres feliz mi dulce amo? Ahora es como si hubieras vuelto de verdad ¡eres tú de nuevo! Tus ojos brillan como cuando te conocí ¿era esto lo que te hacía falta, era ella?
Durante tantos años te he velado esperando verte sonreír de nuevo de esta manera, que de pronto, con la paz que me invade al verte junto a ella, siento como si nunca hubiera dormido y un dulce cansancio cae sobre mí.
Pero abro los ojos de nuevo para poder mirarte por última vez. Ahora caigo en cuenta de que yo también soy feliz ¡muy feliz!
Nunca te dejé sólo, pagué mi deuda contigo, devolví amor con amor. Cumplí mi promesa de estar contigo hasta verte ser feliz de nuevo, mi dulce amo… Ahora puedo dormir en paz.




(Continuación no oficial ni autorizada de “Gata Callejera”, de Fathmé Bucaram)








INMENSIDAD

Precuela de "Mercenaria" la cual puedes leer aquí 



El zumbido de la pequeña nave competía con el latir acelerado de su joven corazón.
La metieron en el dispositivo de escape casi que sin tener tiempo a preguntar nada; no alcanzó a besar a su madre, no alcanzó aferrarse a los fuertes brazos de su padre… no hubo tiempo de nada.

No había aun tomado su puesto en el asiento de pilotaje ¿Qué iba a hacer ella? Si no tenía ni idea.
Sólo se quedó ahí, arrinconada al pie de la escotilla donde había caído de rodillas luego de tanto gritar, golpear y llorar.

Con las rodillas abrazadas al pecho no hacía más que llamar quedamente a sus progenitores.
La computadora de la pequeña nave dio un aviso, algo de una explosión inminente y comenzó un conteo, su corazón latió con mucha más fuerza y sus sollozos llenaron el silencio de su soledad abrazándose a sí misma con tanta fuerza que se hacía daño.

De pronto la nave comenzó a temblar incontrolablemente, luego ya no era un temblor eran literales brincos que la tumbaban de un lado a otro. Sus ojos oscuros se posaron en el asiento de pilotaje; lucía tan estable, tan seguro; pero ahora mismo no tenía manera de llegar a él.

Aprovechó un fuerte tumbo de la nave para impulsarse hacia allí, aunque sabía que lo más seguro era que no lo lograría, pero debía intentarlo.
Justo en ese instante una luz amarilla la envolvió, como si la envolviera un sol; algo golpeó fuertemente el vehículo y ella fue arrojada con fuerza contra el parabrisas. No supo más.

Despertó sin tener noción alguna del tiempo que había estado sin sentido, intentó incorporarse pero un dolor en la espalda la hizo permanecer boca abajo en el suelo de la nave.
Estaba a oscuras, completamente a oscuras. Ya no se veían aquellas miles de lucecitas de colores que alumbraban el tablero de mando, las bombillas interiores estaban apagadas, y el suave zumbido del motor había cesado por completo. Se quedó mirando a través del parabrisas ese mar negro e inmenso que tenía frente a sí, con su infinidad de colores en el horizonte, con sus luces brillando lejanas.

Se incorporó lentamente hasta quedar de rodillas y con sus manos temblorosas echó hacia atrás su abundante cabellera color fuego.
Una sustancia pastosa le endulzaba la boca y fue cuando se percató de que su nariz sangraba un poco.
Miró hacia atrás, hacia donde ella creía que quedaba su hogar, pero no logró ver nada. A lo lejos una gran nube azul que parecía ser niebla o polvo, poco a poco se disipaba dejando a su paso coloraciones insospechadas veteando el negro espacio, y cientos de luces incandescentes,  último vestigio de todo lo que acababa de morir y que algún día daría paso nuevamente a la vida… Se quedó embelesada mirando tanta belleza a su alrededor, toda esa profundidad, toda aquella inmensidad; cayendo cada vez más en cuenta de que toda la inmensa belleza que le rodeaba solamente le denunciaba que estaba sola, completamente sola y a la deriva, en medio del espacio infinito.


-o-

ESTRELLAS (Saint Seiya fanfic)




Sus grandes ojos café oscuros se abrieron de pronto como si la bocanada de aire fresco que acababa de ser recuperada por sus pobres pulmones los hubiera abierto con algún mecanismo de resorte.
Por un segundo se quedó así, estático, sintiendo como su cabello oscuro, algo largo; se ondulaba con la brisa que barría el suelo de aquella montaña donde reposaba.

No sentía nada, solo una sensación mágica que lo envolvía completo. Era plácida, cálida, muy parecida a la paz.  En su mente ahora mismo no se movía nada, ni un pensamiento, ni una pregunta, nada; lo único que sabía es que no deseaba desprenderse de esa sensación maravillosa que pesaba en todos su cuerpo, que lo hacían sentir liviano, sin peso. Como si cada músculo de su cuerpo estuviera completamente relajado.
No escuchaba nada, no sentía nada, no pensaba en nada excepto en lo maravillosas que se veían las estrellas sobre él.

Sus hermosas pupilas oscuras se movieron recorriendo el firmamento que tenía enfrente ¡Ah, qué belleza! Una estrella fugáz surcó el cielo anochecido dejando su estela dorada  tras de sí, sus labios entreabiertos se curvaron en una leve sonrisa dejando el camino libre a la minúscula gota de sangre que se escurrió por su maxilar.

De pronto escuchó como un eco debajo de sí, pero no era debajo sino unos pesados pasos que se acercaban. No le importó, no sabía quién era ni le interesaba. Él sólo quería mirar las estrellas, ese mar azul profundo e infinito cuajado de esquirlas doradas y plateadas que brillaban para él… sólo para él.
De pronto un rostro se cirnió ante el suyo; apenas lo divisó, su atención estaba puesta sólo en la bóveda celeste.

¡Anda! Si ese grupo de estrellas parece un caballo ¡Sí, un caballo con alas! ¿Cómo es que se llama? Espera, yo lo sé, sólo deja que recuerde… Eh hombre quítate de enfrente ¿no ves que me tapas el cielo con esa cara que tienes?

De pronto siente que vuela; sí, su cuerpo se eleva por el aire y va a caer más allá entre unas rocas. No, no siente nada, sólo lamenta que su campo de visión haya sido distraído un momento de las estrellas, de esas estrellas que le llamaban tanto la atención.

¡Ah! Ahí estás de nuevo caballo alado ¡Qué hermoso eres! Y cómo brillan los diamantes que te componen. Yo quisiera ser como tú y volar ¡volar muy alto! Porque ya no quiero estar en tierra… ya no. No sé por qué pero, ya no quiero… ya no quiero.

La carota aquella otra vez se le planta enfrente.
 ¡Que no! Que te quites que no me dejas mirar…

La cara aquella ríe, y él se pregunta ¿qué es tan gracioso? Un par de manazas bastas lo levantan por la solapa del traje, mientras lo zarandean y él no siente nada.
No siente las fracturas de sus huesos, ni la sangre manando de alguna hemorragia interna que sólo los doses saben cómo es que no le ha matado aún. No siente, está ya lejos de todo dolor, está en el límite, está parado en el umbral donde todo lo que desea aquel que llega ahí, es paz, y el derecho a un poco de belleza que acompañe su último camino.

“Pegaso” escucha de pronto… ¡Sí! Ese es el nombre de esa figura que forman las estrellas, y justo cuando intenta levantar el rostro para buscarla de nuevo, de pronto un golpe en el rostro lo ciega, y otro, y otro y otro más; y llueven los golpes sobre él dejándolo ciego e inmóvil, llevándolo cada vez más hacia aquel lugar donde ya no hay golpe que duela, donde ya nada puede lastimarlo, donde ya no siente nada.
Y adentrándose en aquel túnel oscuro ve a los viejos amigos que hace mucho que partieron “Pegaso” dicen “Pegaso” repiten y él no comprende ¿acaso ellos también ven aquellas hermosas estrellas?

Seiya… vuelve Seiya. Vuelve ¡¡vuelve!!
Seiya… Seiya… ¡¡Seiya!! ¡¡¡SEIYAAAAAAAAAAAAA!!!

Como si una aspiradora lo jalara hacia afuera, se aleja de aquellos que le hablan y de pronto una punzada en el costado lo hace abrir los ojos para verse volando de nuevo en los aires y caer más allá, besando el polvo con los labios ensangrentados.
Abre la boca intentando conseguir aire, pero sus pulmones duelen sólo de recibirlo. Al intentar incorporarse algo suena en su interior y entonces comprende que uno que otro hueso está hecho astillas. ¡Bah! Nada que no le haya sucedido antes.

Se levanta con dificultad, no puede incorporarse del todo, la punzada en su costado no ceja y la sangre manando de su boca apenas le deja espacio para respirar. Pero está en pie de nuevo, y eso es lo que importa por ahora.
El enemigo ríe nuevamente, alcanza a verlo y sí, es la misma cara asquerosa que le impidió mirar las estrellas.

 ¿¡Por qué!? ¿¡Qué mal te he hecho yo!? ¿Era mucho pedir, mirar las estrellas un instante? Un momento de paz ¿¿¡¡Era demasiado!!??

Del recuerdo de sus amigos caídos, saca fuerzas de donde no, y de pronto importan poco los huesos rotos que crujen una vez más dentro de su piel desgarrada; y la sangre que mana de su interior debe menospreciarse, el dolor intenso, obviarse, porque lo único que importa es salir con vida esta vez para luchar una vez más… sólo una vez más.

Sus hermosos ojazos café oscuros se posan nuevamente en la constelación que le rige, que brilla hermosamente como animándole “¡Vamos muchacho! Tú puedes todavía ¡tú siempre puedes! ¡Ánimo!”  parece decirle mientras una hermosa sonrisa se posa en su rostro maltratado y una lluvia de estrellas fugaces parecen escapar de entre sus manos, iluminándolo todo a su alrededor, cegando al enemigo, dejándolo sin capacidad. Golpeándolo en cada punto vital del cuerpo hasta que cae varios metros más allá, abatido; sin saber, sin alcanzar siquiera a comprender qué demonios es lo que sucedió.

El camino está libre ahora, y le parece que de lejos logra escuchar la voz de sus compañeros que le esperan más adelante necesitándole siempre. Mientras le parece escucharla a ella, a la causante de todos sus males a la que le ha jurado su vida entera a cambio de su seguridad y la paz del mundo… ¡¡la paz del mundo le importa un carajo!! Es ella solamente quien le importa, aquella de la que sólo una mirada le basta para sentir bien pagado todo su sacrificio.

Ya casi no puede más con su cuerpo, pero debe seguir; porque si ha sobrevivido ahora es sólo para librar una nueva batalla. Siempre hay una nueva batalla que librar.
Se toma un par de segundos para levantar el rostro y dejar que la brisa benévola seque la sangre de sus heridas, ábre la boca intentando que sus pulmones se llenen de todo el aire que puedan, pues cada vez que respiren podría ser la última, así que lo aprovecha.
Abre sus ojos y un par de segundos sus pupilas se quedan clavadas a aquella agrupación de estrellas que parece mirarlo de lejos.

“Quisiera ser como tú, quisiera ser libre y volar alto ¡muy alto! Porque a veces, ya no quiero estar aquí… ya no quiero…”

Las lágrimas brillan en sus pupilas pero mira hacia enfrente, ahora aun está aquí; ya tiempo habrá de volar, de partir, de abandonar este mundo y entregarse al descanso tan merecido; pero ahora sólo tiene una meta y es luchar ¡¡Luchar!! Seguir luchando por ella hasta que ya no tenga fuerzas, hasta que ya no tenga vida ¡¡Hasta el infinito, y más allá!! … por ella, sólo por ella.




viernes, 21 de marzo de 2014

UNA COPA DE VINO




¡Qué felices eran! Habían pasado tantos años juntos, creciendo, madurando juntos como maduraba su amor a través del tiempo.
Desde aquella mañana en la cacería del zorro donde Candy fue dada a conocer oficialmente como una Andrew, Anthony había tomado la decisión que marcaría el destino de ambos y de toda la familia.

Primero que nada cumplió su promesa ¡cazó un enorme y hermoso zorro color cobre brillante! El cual mandó a una peletera y en menos de una semana tuvo Candy su nueva estola de piel con bonete a juego. Cuando Anthony la colocó sobre sus hombros ¡¡le lució hermosa!! El color de la piel del animal encendía las mejillas de la muchacha, de por sí coloreadas por el suave rubor que siempre le provocaba tenerlo así de cerca.
La mirada de Candy se perdía en el mar azul de los ojos de Anthony y ya ninguno tenía dudas de lo que les sucedía.

Por eso, el día que muy animado el muchachito organizó él solo a las cocineras para que organizaran una gran cena, y envió a George con invitaciones para toda la familia; a nadie le causó sorpresa que luego de la cena el jovencito se levantara pidiendo atención a los presentes y, previo permiso de la Tía Elroy, plantara la rodilla en tierra suplicando a la adolescente, le otorgara la felicidad de ser su novia, y la promesa de ser su amada esposa algún día.
Para nadie fue sorpresa… excepto para aquella muchacha que desde niña había esperado con ansias esa misma propuesta, pero para ella.

- ¡No! – exclamó Eliza, perdiendo todo atisbo de dignidad – No puede ser no con ella. Acepto que no me quieras, acepto que no vayas a ser nunca para mí, pero con ella no ¡¡con ella no Anthony con ella no!! - arrojó su copa al piso y salió corriendo del salón comedor directo al bosque.

Como siempre, empañando la felicidad de quienes la merecen más que ella.
Dos días tardaron en encontrarla, pero a pesar de la genuina preocupación de los jóvenes enamorados, ni eso empañó la gran felicidad de saberse por fin novios y futuros esposos.

Ahora los años de noviazgo y compromiso habían pasado sin contratiempo, excepto las rencillas naturales de toda pareja que habían sido fácilmente superadas. Anthony, quien había estado en Boston viviendo los últimos años a causa de sus estudios, volvía animoso como nadie y enamorado como el que más al que fuera su hogar de siempre.
Hace tiempo que habían elegido el otoño como la época de sus esponsales, pues fue en otoño cuando Anthony declaró su amor por ella y la pidió como esposa.

Antes para Anthony, el otoño siempre había tenido tintes deprimentes pues su amada madre había muerto en aquella época. Ahora, Candy la había convertido es una estación de sonrisas, y cada otoño que venía y se iba, él era más feliz pues sabía que cada vez faltaban menos para realizar ese sueño.
Ahora la fecha se había cumplido y si volvía a Lakewood ahora era solamente para convertir a Candy en su esposa y no separarse de ella jamás.



Cual no fue su sorpresa al llegar, hallarse a Eliza Leagan acomodada en la sala de la mansión; antes no era raro verla siempre ahí pero desde aquella cena, ella nunca más había vuelto.
Le saludó como si nada ¡como los primos de toda la vida! Le tomó de la mano mientras lo arrastraba por las escaleras explicándole como ella y la dulce Candy, habían limado asperezas desde hace algunos años y ahora habían llegado a ser tan pero tan amigas ¡que hasta sería su dama de honor!

Anthony, estupefacto, se dejaba llevar sin dejar de escuchar a Eliza. La verdad que le parecía mentira pero al mismo tiempo, se alegraba de que las cosas fueran así ahora.
“Candy querida, te tengo una sorpresa” dijo la pelirroja al entreabrir la puerta de donde la pecosa cepillaba su cabellera. Cuando la puerta se abrió para aparecer el apuesto Anthony, la muchacha se arrojó a sus brazos feliz como nunca. Mientras él la abrazaba y se besaban sin ningún recato, Eliza sonreía enternecida.

-¡Hay que brindar! – dijo Eliza en un momento – por el feliz acontecimiento que se llevará a cabo ya mañana. Llamaré a Dorothy para que traiga vino.

-Deja Eliza, iré yo – dijo Candy, antes de darle un dulce beso en los labios a su ya casi marido y salir de la habitación rumbo a las escaleras.

- Eliza me dejas estupefacto… pero feliz, de que hallas decidido compartir nuestra felicidad.

- Querido Anthony, yo era una niña tonta y caprichosa, conocer mejor a Candy me ha hecho darme cuenta de muchas cosas. Solo quiero que me consideren parte de su familia.

- ¡Siempre lo has sido prima! – dijo el muchacho abrazándola, por primera vez en su vida, con genuina ternura.

Cuando llegó Candy con el vino, se sirvieron las copas y Eliza levantó la suya.

-¡Por los novios! – dijo emocionada – porque sean felices para siempre, como se lo merecen.

Chocaron las tres copas con su feliz sonido, y entre risas, los tres bebieron del dulce néctar.
Charlaron un poco más, pronto sería hora de que Anthony se marchara al lugar donde dormiría aquella noche, pues no debía estar cerca de la novia antes de la boda.

Anthony de pronto pensó que debería irse ya; cosa rara en esta época del año, comenzaba a hacer algo de calor. Discretamente se aflojó un poco la corbata y se desabotonó la chaqueta, pero eso no parecía ayudar. Necesitaba retirarse para poder ponerse cómodo, quizá tomar un baño fresco…
Las chicas seguían hablando y riendo como si nada, era claro que a ellas el clima no les afectaba, mientras él estaba seguro que ya hasta estaba sudando.

Se pasó los dedos por los ojos, de pronto vio algo borroso ¿sería sueño? Sí seguro, acababa de llegar de viaje, con seguridad que estaba cansado.
De pronto la poca luz que se filtraba por la ventana a esa hora de la tarde le molestó; no sólo se sentía acalorado y agotado, sino que también estaba comenzando a dolerle la cabeza. Qué raro.

- Será mejor que me retire…- dijo, haciendo atisbo de levantarse, pero un vahído lo hizo casi perder pie.
- ¡Anthony! ¿Estás bien mi amor? – Candy lo sostuvo por el pecho revisando su semblante.
- ¿Te sientes bien primo?
- No es nada, sólo un mareo…
- - Anthony ¿¡qué tienes amor!? Estás pálido.
- Anthony, qué te sucede estás sudando mucho.
- No sé… no puedo… Candy no puedo respirar.

Eso fue todo. El muchacho se arrancó la corbata y dos botones de la camisa intentando obtener aire, mientras las dos muchachas intentaban auxiliarlo entre gritos de desesperación.
Los ojos azules del chico se posaron en la bandeja donde estaba la botella de Chardonay y las copas que se habían servido, con los ojos desorbitados y apenas un hilo de voz logró apenas balbucear “el vino…”
Cayó de bruces a la alfombra arañando su propio cuello con desesperación intentando obtener algo de oxígeno, sin éxito.

Los últimos gañidos débiles que salieron de su garganta, llevaban el nombre de su amada. Luego, sus ojos azules perdieron la luz y sus labios dejaron de ser pétalos de rosas.
Candy abrazó el cuerpo de su amado bañándolo en lágrimas, sollozando desesperada, mientras de pie, Eliza, observaba la escena llorando desconsolada.

- Candy… qué has hecho… - dijo de pronto ella entre sollozos - ¿por qué Candy, por qué? Si él te amaba, iban a ser felices ¡por qué Candy!
- Qué… de qué hablas Eliza – dijo la rubia, levantando la cara bañada en llanto, sin creer las palabras que oía.
- Tú trajiste el vino… tú lo serviste. Yo te dije que llamaría a Dorothy para que lo trajera pero te empeñaste en ir tú misma…
- ¡Eliza qué dices, los tres bebimos!
- Sí, los tres bebimos…pero sólo Anthony … ¡¡Dios Anthony está muerto!! Lo hiciste tú ¡Tú! … ¡¡Tía Elroy!! ¡¡Stear!! ¡¡Archie!!

Eliza salió corriendo de la habitación llamando a sus familiares, dejando a la confundida y adolorida joven con el cadáver de su amado.
Eliza atravesó corriendo toda la mansión; se topó con su primo Archibald y entre sollozos desesperados le gritó que Anthony estaba muerto; igual con su primo Stear.
La muchacha atravesó toda la mansión diciéndole a quien quisiera oírla que Anthony había muerto, que el vino… que la copa… que Candy ¡¡Candy fue!! ¡¡Candy fue!!

Al final toda la gente de la casa subía en tropel por la escalera, mientras ella salía de la casa.
Las rosas, como en todo otoño, se deshojaban penosamente. El viento hacía volar los pétalos resecos por todo el jardín, como una manifestación mística; como si el otoño mismo, las rosas y toda la naturaleza, llorara la partida de quien tanto los había amado.

Eliza se paró en medio de las estatuas del jardín, dejando que el viento otoñal secara sus lágrimas, recuperando la paz del pecho, los latidos de su respiración agitada.
Hasta ella llegaron los alaridos de la Tía y los gritos de sus primos clamando el nombre del bienamado Anthony.
Eliza miró atrás una sola vez.

- Te dije que con ella no Anthony… ¿Por qué no elegiste a cualquier otra? ¡Cualquiera! Hasta la sirvienta me hubiera conformado, pero ella no… ella no ¡te lo advertí! No podías ser de ella. No podía permitirlo. Si no eras mío, de ella tampoco.

Esa infeliz tarde, fue la última vez que alguien vio a Eliza Legan.









LUNA DE OTOÑO





¡Los hombres lobos no existen!
¡¡No existen!!...

Estos pensamientos retumbaban una y otra vez dentro de mi cabeza, mientras mis ojos veían aterrados, desorbitados, sin poder creer, aquel horror que presenciaban…
Tenía casi 15 años y durante toda mi vida había sido el niño mimado de toda la familia.
Habiendo perdido a mi madre a temprana edad y sin haber conocido muy bien a mi padre, todo lo que siempre supe es que desde muy niño quedé al cuidado de  la tía abuela Elroy ya que mi padre no podía hacerse cargo de mí.
No, nunca pudo…

…¡No puede ser! ¿Qué es esto? ¡¿Qué brujería…?! ¡¡Qué demonios está pasando! Me preguntaba una y otra vez incrédulo.
Me hubiera quedado en la casa ¡¿Para qué demonios había salido?!
Aquella noche me había despertado de pronto, importunado, incómodo.
Miré a mi alrededor en la penumbra de la habitación y de pronto me sentí sofocado, como encerrado.
Al incorporarme, noté que la almohada, parte de la sábana y la camisa de mi pijama, estaban empapados de sudor.
Aparté de mí las mantas, me senté al borde de la cama y posé mis pies desnudos en el piso helado; apenas lo hice sentí un ligero alivio; en verdad me sentía sofocado.

Pensé “Seguro que Stear de nuevo se ha dejado encendido el calefactor de su taller…” el cual quedaba pared con pared con mi habitación.
Me pasé el dorso de la mano por la frente enjugándome el sudor, y me desabotoné el pijama.
Agua, necesitaba agua ¡tenía una sed terrible!

“¡Ah Stear! Si no tuviera yo el sueño tan liviano, me matarías de una deshidratación sin siquiera enterarte.” pensé; mientras, perdiendo cualquier atisbo de modales, tomé la jarra de cristal del buró y bebí directamente de ella, a tragos largos, sonoros y apurados.

Ligeros chorritos de agua corrieron por mi barbilla y cuello mientras vaciaba completamente el recipiente.
Me puso en pie enjugando el agua de mi cuello y apagué el calefactor de mi pieza.
Abrí la ventana y el viento helado entró de golpe, agitando violentamente las cortinas y haciendo tambalear la lamparita del buró; pero para mí fue como una caricia que me envolvió levantando, los faldones de mi camisa y secando mi frente sudada.

Toqué mi rostro respirando profundamente y lo sentí caliente, demasiado.
¿Fiebre? Qué raro, si  nunca me había enfermado de nada en mi vida, y además no me sentía mal.
Miré el paisaje ante mí; otoño, y la luna llena.
Recordé la fecha y mis ojos buscaron el reloj de pared: 02:15 am… Ya era mi día ¡acababa de cumplir quince años y en la mañana mi vida cambiaría por completo!

Oh, cuando tuve aquel pensamiento, nunca hubiera podido ni imaginar si quiera cuánta razón tenía; mi vida iba a cambiar ¡y de qué manera!
Sonreí al pensar en la comida especial y el delicioso pastel de cumpleaños que con toda seguridad mi tía haría preparar; “Mi niño del otoño” solía llamarme.

Sí, yo había llegado con el otoño… y con el otoño también mi mamá se fue, y cuando la perdí  fue también la última de las poquísimas veces que había visto a mi padre.
Volví mi vista a la ventana, la niebla estaba muy baja y algo espesa, cubría todo el jardín. El viento seguía soplando y yo ¡me moría de calor!

De pronto, quise salir… pero pensé ¿y si me enfermaba? Al parecer tenía calentura, salir a esa hora, con ese clima y con esa temperatura ¿y si me hacía daño? ¿Y si me daba un “mal aire”?
Al final decidí que no sucedería nada;  yo nunca me había enfermado; nunca, de nada.
En cambio mamá…


… ¡NO! ¡NO! ¡¡No por favor dios, no!!
Ahí en la oscuridad del bosque, movía la cabeza de un lado al otro en absoluta negación; negación que era inútil pues mis ojos no podían negar el horror que miraban.
Cuando vi aquella piel clara cambiar a oscura, cubrirse de hirsuto pelaje… ¡Dios! creí que enloquecería.
Mientras un sudor helado me rodaba por rostro, y gruesas hebras de cabello se me pegaban tercas a las sienes; mi respiración entrecortada y desesperada se materializaba en espesas volutas de vapor al hacer contacto con el aire frío de aquella neblinosa madrugada…

Luego de que mamá muriera, me sentí muy solo.
Poco se me hacían los regalos y las postales que padre me enviaba ¡Lo quería a él!
Apenas aprendí a leer y escribir sin ayuda, empecé a enviarle cartas pidiéndole que viniera por mí.
Padre, siempre me contestaba con amables y cariñosas palabras, diciéndome cuánto me extrañaba y todo lo que me amaba; prometiéndome que algún día estaríamos juntos.

“… Espérame hijito querido; te prometo que un día será, mientras tanto sé un niño bueno y obediente hasta que yo vaya por ti. Algún día, cuando tengas la edad propicia, estaremos juntos. Mientras tanto, por favor ten paciencia.”

Pero ¿Cuándo sería eso? ¿A qué se refería con eso? ¿Cuál es la edad “propicia” para que un hijo esté con su padre?
Cuando fuí un poquito mayor, creí comprender…

… Ahora hubiera preferido no haber salido de casa. Estaba solo en medio del bosque, en medio de la madrugada, rodeado de niebla, descalzo, medio desnudo y con aquel espectáculo horrible que presenciaba.
Estaba transido de terror, nunca en mi vida había estado tan asustado.

El corazón dentro de mi pecho palpitaba desesperadamente, sin control alguno, mientras los jadeos de mi respiración agitada eran cada vez más desesperados.
Un fuerte dolor comenzó a oprimir mi pecho, sentía cómo la temperatura de mi cuerpo  se había elevado considerablemente; antes había pensado que tenía algo de fiebre pero esto ¡esto no era normal!
Ardía literalmente, sentía que me quemaba por dentro, que me combustionaba completo.

Quería volver a casa, pero no podía ni moverse, no podía; de pronto sentí mis pulmones contraerse dolorosamente como si una mano por dentro los apretara y los exprimiera, deshaciéndolos, dejándolos secos.
¡Me ahogaba! MI garganta se cerró del todo y sentí tal opresión, como si las costillas mismas estuvieran contrayéndose dentro de su pecho y aprisionando entre ellas mis pulmones, mi corazón ¡todo! Amenazando con dejarme deshecho por dentro, solo una masa informe de carne sanguinolenta.

Hubiera querido correr pero estaba completamente estático, paralizado de dolor y de miedo.
Ya completamente desarmado, caí  de rodillas a la hierba húmeda y fría, preso de un dolor indescriptible, sin poder emitir sonido, mientras sentía que la vida se me iba con el aire que mis pulmones no lograban obtener; mientras aquella hórrida creatura de pesadilla continuaba transfigurándose, justo ante mis ojos…

Algunos años después de que mamá muriera, y yo ya no era tan pequeño como para no comprender algunas cosas, escuché una conversación entre su tía Elroy y su hijastra Sarah.

-          ¡Fue una desgracia! – gemía la tía – “Rosey” casada con ese… ¡hombre! Era obvio que nada iba a salir bien.
-          Al menos Anthony está aquí a salvo con usted, Sra. Elroy.
-          Sí pero ¿¡por cuanto tiempo!? Un día Vincent Brown vendrá y se llevará a  su hijo, y no podré impedirlo.
-          Ni debería Sra. Elroy – respondía Sarah – recuérdelo.
-          Lo sé…  ¡Nunca perdonaré a Vincent Brown! Digan lo que digan estoy segura que la extraña enfermedad que mató a mi “Rosey” fue su culpa. Él llegó solo a maldecir a nuestra familia… Infeliz ¡Maldito animal!

Yo, no comprendía porqué la tía se expresaba así de mi padre ¿Por qué la enfermedad de mi madre sería culpa de papá?
Si lo fuera ¿no debería yo también estar enfermo?
Pero no lo estaba, y nunca me había enfermado de nada;  era tan sano que mientras los niños de mi edad ya padecían con las paperas, la escarlatina, el sarampión; yo nunca había cogido ni una gripe.
Nada.

¿Por qué  tía Elroy  ofendía a papá de aquella manera?
Padre era un hombre bueno ¡Tenía que serlo! Sino mamá no se hubiera enamorado de él… Sí, mi padre era bueno ¡No un animal como ella le llamaba!
Me quedó claro entonces que mi padre era más que non grato en su familia, entonces creí  comprender un poco las palabras de aquella carta cuando se refería a una edad “propicia”.
Al parecer, si quería estar con mi padre tendría que definitivamente esperar a ser mayor y que nadie pudiera impedirlo.
A esa edad decidí esperar; ya había esperado bastante, así que haría como papá me pedía siempre en sus cartas; esperaría, sería un niño obediente y sobre todo, tendría paciencia; mucha paciencia…


… Me revolcaba en la hierba.
El fuego abrasador que me quemaba por dentro, el dolor de todo mi cuerpo que parecía estarse partiendo poco a poco en pedazos, el horror de lo que estaba viendo ante mí… ya al borde de la locura solo atiné a implorar que, si habría de morir, sucediera pronto y no tener que padecer más.
Como si tanta tortura no fuera suficiente; creí en realidad enloquecer cuando vio ante mí aquellas dos horrendas garras grises, cubiertas de pelaje y de largas uñas oscuras ante mi rostro.

Lo último que sentí, fue esas mismas garras apoderándose de la piel de mi pecho; sentí las uñas horadándome la piel, rasgándome con furia, arrancándome la carne a pedazos.
Por fin, después de tanto padecer, logré tomar una gran bocanada de aire que ingresó casi dolorosamente y un grito desgarrador salió de mi  garganta con toda la fuerza de la que podía ser capaz en un momento tan horroroso y desesperante.

Sin embargo a mis oídos, mi propio grito sonó extraño, con tonalidades guturales; fue el grito más extraño que jamás hubiera escuchado a ser humano alguno…

La última carta de mi padre había llegado un par de días antes.
En una misiva anterior me había hecho una maravillosa promesa: que el día anterior a mi décimo quinto cumpleaños, vendría a verme.

Pero ¿era posible? Mi padre venía ¡¡Venía por fin!!
¡Me volví como loco! hice maroma y circo por toda la casa agitando la carta como bandera y mostrándosela a todos con gran alegría.
Salí corriendo al jardín y me senté entre las rosas de  mamá a leerla por enésima vez desde que la abriera, pero esta vez en voz alta; para que ella también escuchara la noticia y gozara con mi alegría.
Solamente la tía Elroy pareció no recibir muy complacida la noticia;  se encerró en sus habitaciones y pidió no ser molestada. Alguna mucama aseguró luego que la había escuchado sollozar.

Preocupado, subí a tocar la puerta de su pieza, pero ella no abrió ni me permitió la entrada, solo me pidió muy amablemente que por favor la dejara descansar.
Ahora la nueva carta de papá anunciaba un retraso; había tenido algunos problemas “personales” y no podía movilizarse así sin más. Pero la espera no sería larga, apenas un día después de lo antes prometido.

“…Iré al día siguiente hijo, temprano en la mañana del día de tu cumpleaños, me tendrás frente a ti. Te lo prometo.
Y cualquier cosa que sucediera durante este día tan especial, por favor hijo, no desesperes.
Ten paciencia y comprende; yo llegaré a responder todas y cada una de tus preguntas.
Te prometo que por fin estaremos juntos…”


… Me  quedó ahí tendido en la hierba, desmadejado, sin atinar a moverme.
De pronto el dolor había desaparecido, un suave calor me envolvía, pero ya no el calor abrasador de antes; sino uno suave y confortable, como una suave colcha.
Aun sentía la hierba fría y húmeda debajo de mi rostro y mis miembros, pero no me era molesta, y de hecho su aroma; aquel aroma fuerte y dulce, me consolaba.

Poco a poco la respiración de mi pecho fue regularizándose. Todo había terminado, no había más dolor, no había más desesperación.
El aire entraba a raudales por mis fosas nasales, y con él todos los maravillosos aromas del bosque que me rodeaba.

Había tanto silencio que a mis oídos llegaba hasta el más ligero movimiento de los animalillos del bosque a los cuales, sin necesidad de mirarlos, percibía por el sonido de sus pisadas.
Ya apaciguado, abrí los ojos esperando hallar la oscuridad del bosque en penumbras, pero en vez de eso mis ojos miraron a mi alrededor percibiendo cada rincón de la naturaleza que me rodeaba con una claridad como si fuera pleno día, y la luz de la luna llena más brillante que nunca.

Me puse en pie con cierta dificultad y levanté la cabeza mirando todo en derredor.
¿Qué era lo que había sucedido? ¿Qué era todo eso que acababa de suceder?  
Caminé hacia un claro que se abría en  medio del bosque mientras meditaba en que ojalá mi padre llegara esa mañana como lo había prometido, de pronto pensé que quizás quince años era una edad bastante “propicia” para que un hijo como yo  y un padre como el mío volvieran a estar juntos ¡Y sí que tenía preguntas que hacerle!

Tenía sed; caminé un poco y llegué hasta el lago, me incliné para beber un poco mientras miraba fijamente mi reflejo en el agua clara.
¡Era fascinante!

Bebí tanto como quise sin poder dejar de mirar la mirada de mis propios ojos en la superficie del agua y luego levanté el rostro y me quedé embelesado con la belleza del gran orbe plateado sobre mi cabeza.
 ¡¡Qué maravilla!!

Había observado la luna llena tantas veces en mi vida, y nunca como ahora sentí tanta admiración, tanta adoración… un sentimiento muy parecido al amor surgió en mi al observar la luna, tan bella, tan brillante.
No pude evitar abrir la boca y expresarlo.

“Los hombres lobo no existen… ¿o sí?” seguía preguntándome, aun incrédulo.
Pero la verdad no dejaba ya lugar a ninguna duda.

Si los hombres lobo no existieran ¿entonces qué hacía yo en medio del bosque, aullando con pasión a la luna llena?


 





CARAMEL (un pecado de dulzura)







No puede ser…
soñar con caramelo
pensar en canela
y anhelarte…

Yo, nunca creí en la magia, ni tampoco en los milagros…
Realmente nunca creí en nada; ni en la magia, ni en milagros, ni en los duendes, ni en Papá Noel, ni en el amor a primera vista… sobre todo en eso. No, nunca creí, hasta aquella mañana en que levante la mirada de mi labor y lo vi pasar, justo delante de mi negocio.
¡Dios!

Estaba decorando un pastel que vendrían a recoger en menos de media hora.
Era una tarta preciosa, un bizcocho de vainilla relleno de leche condensada con limón, cubierto de merengue blanco y pulcro, y decorada al tamiz con canela en polvo e hilos de caramelo.
Ya me había hecho un asco las manos con el caramelo y creo que tenía canela por toda la cara, pero cuando lo vi pasar no me importó nada de eso, y ya no supe de mí.

Mi mirada lo siguió como si cayera en un trance imposible, fueron tan solo unos segundos, pero para mí fue un tiempo eterno, como si toda la escena hubiera pasado en cámara lenta.
Cuando desapareció de mi rango visual, mis piernas se movieron solas, corrí hasta la puerta con tal desesperación que ni si quiera me percaté que tropecé el molino de canela que cayó rompiéndose y esparciendo la especia por todo el suelo.

Logré llegar antes de que se fuera, lo miraba a él, parado en aquella misma esquina, mirando su reloj con un poco de impaciencia mientras esperaba un taxi.
Tan alto, tan bien puesto, tan elegante. Tenía la piel bronceada, el cabello claro y sus ojos, eran dos brasas que sin que me miraran, me quemaron. Como si fueran dos gotas de caramelo caliente cayendo sobre mí y horadando mis sentidos, dejando su huella profunda e  imperecedera, para siempre… Caramelo.
Sin siquiera pensarlo y sin dejar de mirarlo, me llevé los dedos a la boca; mis dedos, cubiertos de caramelo dulce y oscuro; y quien me hubiera mirado en ese momento, con seguridad hubiera pensado que ideas nada inocentes poblaban mi mente en aquel momento… no, no lo hubieran pensado.
Lo hubieran adivinado, que es diferente.

Así comenzó ese día; un día que comenzó como cualquier otro día, pero que se volvió especial dejando en mi memoria, el recuerdo de su maravillosa imagen, la cual volvería para torturarme cada vez que mi olfato percibiera el dulce y picante aroma de la canela que se había esparcido por todo la pastelería, o que mi boca probara aquel inconfundible sabor a caramelo de azúcar.

Sí, de ahora en adelante para mí ese hombre olía a canela, y (Dios me perdone) sabía a caramelo.
Uno nunca entiende a los demás, hasta las cosas le suceden.

Como yo, que nunca entendí cómo iba a ser posible que una de mis amigas se enamorara perdida y apasionadamente de un actor de telenovelas, por el cual lloraba y sufría, cuando ni si quiera le conocía.
Bueno, ahora la entiendo y me gustaría tenerla enfrente para decirle “Te comprendo amiga, porque ahora me está pasando a mí.”
Y este no era un actor de telenovelas, pero era casi tan inalcanzable como si lo fuera.
Vivía en el condominio de enfrente; no sobra comentar que ubico mi pastelería en uno de los sectores más acomodados del centro de la “Ciudad de los Vientos” y ese condominio es de los más elegantes del sector.
Como a la sonrisa y el contoneo de caderas de una mujer, pocas veces se les niega nada; máxime si van acompañadas de trufas de chocolate recién horneadas, no me fue difícil que el viejo portero del condominio me diera algo de información.

Pero, no sé si obtenerla fue bueno o malo.
Leagan… Neil Leagan.
Y no cualquier Leagan.
De los Leagan emparentados con los Andrew de Lakewood ¡todos unos magnates!

Eso, debió haber bastado para que cualquiera con cinco gramos de sentido común, desvaneciera cualquier aspiración, pero ¡ah no! No para mí.
Que desde el departamento que me servía de vivienda arriba de la pastelería, pasaba asomada a la ventana, atisbando entre las barajas de la persiana sus movimientos, en especial al anochecer, cuando lograba verlo volver a su casa, pero nunca solo.

Al parecer al joven Leagan le encantaban las mujeres; ok, eso no es malo, lo extraño sería lo contrario; pero eso en lugar de darme una esperanza, solamente me mandaba aún más debajo de donde ya me encontraba, pues las damas que tenían el privilegio de acompañarlo eran las más hermosas y elegantes de toda la ciudad.
¿Qué esperanzas para una simple repostera?

Quizás, bien vestida y arreglada; quizás. Pero ¿ser una más? No sé… estaba ya tan loca que a lo mejor eso me bastaría, sin embargo no me atrevía.
Hubiera sido como, tener en frente el más delicioso de los postres y tener que conformarse con solo una probada, con solo un pequeño mordisco cuando lo que deseas es devorarlo todo; en esos casos es preferible no probar y no conocer nunca de lo que se perdió, que hacerlo y desearlo desesperadamente para siempre.

Y es que un solo mordisco, no… un solo mordisco no iba a satisfacerme.

De verlo pasar un día sí y otro también, siempre a las mismas horas, el negocio no aguantaba ya más tartas echadas a perder por los temblores que me provocaban esos tres o cuatro segundos al día en que yo era completamente suya.
¿Para qué seguir alimentando un fuego que nunca iba en verdad a arder?

Contraté a alguien para el mostrador y me confiné a la cocina, pero no me fue mejor.
Allí rodeada de especias y azúcar, no podía sino pensarlo más; me consolaba imaginando que estaba conmigo, que me hablaba y yo le respondía, me inventaba fantasías donde él halagaba mis dotes culinarias y los sabores de mis dulces, donde las fresas con chocolate eran preparadas especialmente para él, y mis cerezas con crema eran su perdición más grande.

Me inventaba un mundo erótico-romántico, una dimensión de pastel y chocolate, otro plano astral conformado por lechos de merengue, cereza  y fudge donde él me amaba y yo a él, recorriendo todo su cuerpo bronceado, revolviendo sus cabellos castaños, repetir su nombre una y otra vez en su oído; Neil… Neil… y escuchar el mío con vehemencia de sus labios.

Un mundo dulce y caliente solo nuestro, donde sus ojos de caramelo no quemaban a ninguna otra mujer ni su aroma picante a canela no exacerbaba las ganas de nadie más que yo.
Al final, terminaba el día llorando, saliendo de mis estúpidas fantasías a sabiendas de que eran solo eso, sentada frente al reverbero que día y noche mantenía el caramelo líquido sin hervir, en el cual me mojaba dolorosamente los dedos primero y luego los posaba sobre montículos de canela en polvo espolvoreada sobre la mesa, para después llevármelos a la boca y llorar a lágrima viva la certeza de que era así y solo así, como lograría tenerle.

Me confiné a la cocina… pero nada podía evitar que cada atardecer, oculta tras las barajillas de la persiana de mi habitación, conociera cada uno de sus movimientos.
Una noche lo vi llegar solo, bajó del taxi y se quedó en la entrada de su edificio como pensativo, lo vi voltear y podría jurar que miró hacia aquí. No, qué va a mirar, soy yo que estoy volviéndome loca.
Nada podía ya rescatarme de él… no, nada podía rescatarme de mí.

Un día mi ayudante al cerrar, me dijo que venía un cliente todos los días, preguntaba por mí y compraba media docena de “tejas” pero a mí me daba lo mismo si la pastelería quebraba o comenzaba la tercera guerra mundial, yo seguía sin estar para nadie.
Agarré la bolsa de harina y el molde para las tejas, si era cliente fijo lo menos que podía hacer era mantenerle el stock.
Pero al día siguiente, ella se reportó enferma ¿qué hacer, cerrar o atender?

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No puede ser…
agitar un deseo profundo
abanicar un fuego oculto
que nunca podrá arder de verdad…

Yo, nunca me consideré un ser sentimental.
Esas ridiculeces del amor a primera vista y las almas gemelas para mi eran pavadas.
Para mí, solo existía lo palpable; la piel, el placer, las sensaciones;  las mujeres existían para admirar la belleza en ellas cuando la poseían y para compartir el mutuo placer, nada de sentimentalismos ridículos. El amor y todo lo que conllevaba esa palabra eran meras fantasías, que solo servían para llenarlo a uno de inconvenientes.

Por eso, la última vez que sentí mariposas en el estómago… las envenené con whiskey.

Pero bien dicen que nunca se comprende a los demás, hasta que las cosas le suceden a uno.
Nunca me imaginé que mudarme al centro de la ciudad me llevaría a encontrarme con los tan temidos sentimientos a los que le había dicho adiós hace tiempo.
Cada mañana a las ocho en punto, pasaba por el frente de aquella pastelería; al principio era solo para admirar de reojo las tartas y los dulces de sus vitrinas y que yo, por mera vanidad, no me permitía.
Luego, el motivo cambió.

Y todo fue por culpa de aquel aroma a caramelo que brotaba del lugar aquella mañana, tal vez, si el olor no hubiera sido tan delicioso, jamás me habría acercado tanto a aquella vitrina, y jamás la habría visto.
Nunca había visto un cabello tan negro y una piel tan blanca… no, nunca la había visto.
Salía de la cocina con un bizcocho de chocolate en una charola; sonreía, lo que para mí significaba que seguramente le había quedado delicioso.

Traía la frente algo sudorosa y una mancha de harina en la nariz que solamente la volvió aún más apetitosa; sí, apetitosa como un pequeño pastelillo de crema; porque solamente de pensar que toda ella debe oler a pastel de cumpleaños… la marca del calor de mi aliento quedó grabada en el vidrio de su vitrina de “magdalenas.”
Cada mañana pasaba frente a su negocio, solo para verla, para verla de reojo; para mirarla así de relámpago en la fracción de los tres o cinco minutos que me tomaba pasar por allí y llamar a un taxi; porque, tengo un Porsche pero usarlo  no me permitiría verla.

¿Qué por qué no entraba a la pastelería? ¿¡Qué no es obvio!? ¡Estaba sucediendo! Estaba sucediendo otra vez, me estaba prendando de algo que no me pertenecía, de una mujer que ni si quiera sabía que yo existía y la verdad, no quería que lo supiera.
No quería que supiera que vivía ahí enfrente, en un condominio de $2,500 al mes.

No quería que supiera mi nombre, ni que emparento con una de las familias más acaudaladas del mundo.
No quería que supiera nada de mí… estaba harto de mujeres que sólo me buscaban para tratar de asegurarse el futuro ¡Harto!
Ella, con su cabello tan negro y su piel tan blanca, ataviada siempre con aquel sencillo delantal blanco y su sonrisa tan hermosa y tan sencilla provocada por cosas tan simples como un bizcocho bien hecho, era especial.

No, yo no la conocía, tal vez era la mujer más tierna del mundo, tal vez era una arpía, una cazafortunas; yo no sabía nada de eso y la verdad, no quería arriesgarme a averiguarlo;  en mi fantasía ella era perfecta, y prefería que continuara así y no descubrir algo que hubiera hecho que mis fantasías se rompieran como un espejo estrellado en el piso, en mil pedazos.
Cada mañana, me subía al taxi con la imagen de su rostro en mi memoria, y su recuerdo me acompañaba durante todo el día.

Me la imaginaba a veces, que venía a mí con un gran platón de fresas en chocolate; se acercaba a mí con su hermosa sonrisa de nácar y con aquella mancha de harina en la nariz; la cual me dejaba limpiar con ternura, y luego, como si fuera yo un cachorro que come de la mano de su ama, comía de su mano las fresas que había preparado para mí, solo para mí.

Luego, probaba sus labios ¡dulces como cerezas en almíbar! Y enredaba mis manos en su larga cabellera negra olorosa a confites, aspiraba el aroma de su piel, el cual no definía yo si era a leche, a bizcocho, a vainilla ¡qué sé yo! … a caramelo caliente.
Esos tres o cinco segundos, eran lo mejor de mi día.
A veces, no puedo negarlo, mis instintos de varón conquistador me empujaban a invitar a alguna dama a mis dominios.
Dama de la que por su puesto rara vez recordaba su nombre, los caballeros no deben tener memoria ¿sabías?

Bueno, la penosa verdad, es que no los recordaba porque para mí todas eran ella.
Ella, que se entregaba a mí en una fantasía llena de azúcar, y en otra cubierta de chocolate o merengue.
¿Eso me vuelve un pervertido? ¡Ja! A mí qué me importa, todos tienen derecho a soñar.
Algunos sueñan con autos de lujo, otros con viajes, otros con mujeres o con fajos de billetes… yo ya tengo todo eso, así que tengo derecho a soñar con mi pastelera… mi pastelera.
Hace varios días que ella ya no está cuando paso, hay otra, una muchacha sencilla y amable que sonríe pero no como ella.

Pulcra, integra, bien peinada y siempre impoluta… nunca la he visto con una mancha de harina en la nariz y eso, me pone triste.
¡Tengo que saber qué ha sido de ella! Son ya demasiados días.
Me llama la atención la campanilla que suena cuando ingreso al local ¡Qué detalle tan delicioso! Una costumbre muy  vintage que no se usa ya hace tiempo.

Qué raro, no es como lo había imaginado; siempre me pareció que este lugar debería oler como la mismísima fábrica de chocolate del gran Willy Wonka en la fantasía de Roald Dahl , y sin embargo, hay un cierto aroma a cloro mezclado con “Pinoclean” con algo que parece ser vainilla a la distancia ¿o será azúcar? Es igual; no es lo que me imaginaba.
Pregunté por la joven que trabajaba antes, y la chica me confirmó que era la propietaria, pero que por ahora no podía ocuparse y que por un tiempo estaría ella a cargo.
¿Cuánto? ¿Cuánto era un tiempo? ¿Una semana, un mes, un año? ¿¡Cuánto, maldita sea!?

No, no le hice esas preguntas. Qué sabía ella, qué culpa tendría, qué le iba a estar yo preguntando nada.
Para disimular el entuerto he llevado media docena de tejas acarameladas… ni sé qué son, pero me da lo mismo, las regalé al portero de la empresa cuando llegué a trabajar.
Los días pasaban y de ella, ni la sombra.

Más o menos una vez a la semana entraba yo a preguntar algo; averigüé su nombre, la dirección hubiera sido demasiado sospechoso, y siempre me llevaba las mismas tejas acarameladas… pobre chica, debe pensar que son mis favoritas; qué pensaría si supiera que ni si quiera las pruebo.
Una mañana de tan harto que estaba, agarré con furia la bolsa de las tejas y agarre una; me la llevé a la boca y le di un mordisco furioso… nunca en mi vida había probado algo así.
La deliciosa masa cubierta de la suave y crujiente capa de caramelo, se deshizo en mi boca transportándome al cielo, no recuerdo la última vez que probé algo tan delicioso.

De pronto, la imagen de mi pastelera con su delantal blanco y su alegre mancha de harina, llenó mi mente y una dulce sensación, más dulce aún que el caramelo de las tejas, se posó en mi corazón.
¡Este era el sabor!  No cabía duda, el sabor que no lograba definir de mis fantasías, el sabor de su piel era este; a galleta de vainilla cubierta de caramelo y un poco de canela molida… Sí, así sabía esta mujer ¡Deliciosa!
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Abrí la pastelería aunque mi ayudante no viniera; la verdad, porque era preferible estar ocupada que no hacer nada y pensar en tonterías.
Empezaría el día con un gran “Sacher.”  
Chocolate con chocolate sobre chocolate… ¡Mmm…! A todo amante de los dulces le gusta un buen trozo de esta pecaminosa delicia y, modestia aparte, me queda deliciosa.
El caramelo como siempre, en su reverbero; habían galletas que bañar, magdalenas que decorar; el caramelo siempre es necesario, además, ya no puedo prescindir de su aroma y de su sabor.

Cuando la campanilla de la puerta sonó ya no supe yo si fantaseaba de nuevo a causa del olor del caramelo, o estaba en vez  teniendo una pesadilla;  no había usado canela molida en todo el día, sin embargo su aroma, aquel aroma dulzón y picante…  ¡Dios! Creí que me desmayaría.

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¡Caramelo!... fue lo primero que pensé cuando atravesé la puerta de aquella pastelería y su alegre campanilla me dio la bienvenida, pues ese aroma me llenó los sentidos metiéndose hasta por mis poros.
Ella estaba ahí ¡Estaba ahí! Y yo no iba a desaprovechar la oportunidad de verla de cerca después de tanto tiempo; de hablarle ¿sería su voz igual de dulce que en mis fantasías?
Y ni rastro del olor a cloro o a “Pinoclean”, todo el local olía a vainilla, y a chocolate, y a canela molida y a caramelo caliente… y ella ahí, con su delantal blanco y una enorme torta de chocolate entre las manos manchadas de harina y cocoa.

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Pero no sé
cómo viviría conmigo misma
Cómo me perdonaría a mí misma
si tú no te vas…

¡Por favor no me hagas esto! Él estaba entrando ¡justo él! ¿¡Por qué!?
Dios, no tienes idea de lo que estás haciendo, si él se acerca… si se acerca demasiado yo…
¡Jamás me perdonaré por lo que podría llegar a ser capaz de hacer!
Vete por favor, vete… que no sé de lo que soy capaz si no das la vuelta ahora mismo.

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Me acerqué a ella saludando cordialmente, como siempre hago; como hacía con la otra, pero ella no levantó la mirada de aquella tarta de chocolate.
Tenía las manos llenas de harina y cocoa y fudge; cuando me acerqué completamente confirmé todas mis sospechas; toda ella olía a bizcocho.
No me pude resistir, cerré los ojos y acerqué mi rostro a su cabello; chocolate y frutas confitadas ¿cerezas? Sí, quizás cerezas también.

Era ella quien llenaba el local completo con el aroma que años de hacer tortas y dulces le habían dejado impregnado en todo su ser.
¿Por qué no me miras? ¿Qué no ves que estoy aquí por ti?
Digo su nombre como si lo hubiera dicho todos los días de mi vida, más bien, deseando hacerlo.
La conozco, es la primera vez que la tengo enfrente pero conozco todo de ella, no me hace falta saber nada más para conocer lo que quiero, es ella lo sé… es ella.

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Conozco tu nombre
conozco tu piel
conozco la manera
en estas cosas que empiezan

¡No te acerques! No por favor, no te acerques tanto a mí… ¡ese olor! ¿Por qué hueles así? ¿De dónde has sacado ese delicioso aroma a canela? Es como si tu piel, tu cabello ¡todo tú! Estuvieras hecho de canela pura.
¿Cómo sabes mi nombre… Neil?
¿Cómo sé yo tu nombre? Yo, no me acuerdo, me parece que lo sé de toda la vida ¿sabías tú el mío de toda tu vida?
Cómo es de extraña la pasión; siempre, y hasta hace solo cinco segundos estaba segura que me arrojaría encima de ti presa de un frenesí incontrolable y sin embargo, estar así tan cerca aspirando el aroma que emanas solo hace que me sienta en completa paz, como si por primera vez en la vida estuviera en el momento y lugar donde siempre he tenido que estar.
O sea aquí, frente a ti; perdiéndome en el mar ardiente de tus ojos de caramelo.

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El amor y todo lo que conlleva esa palabra, solo sirve para llenarlo a uno de problemas…
Bien, seguro en un problema me estoy metiendo; la pregunta ahora es ¿querré salirme luego de él?
Tienes aquella mancha de harina en la nariz ¿la limpiaré? Te ves tan linda con ella, pero ha sido parte de mis sueños así que…

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Su mano rozando mi rostro ha hecho que despertara de una especie de ensoñación, solo para darme cuenta de manera palpable que es real.
Neil Leagan está aquí frente a mí, ha tocado mi piel con sus manos de canela pura y me sonríe como si me conociera de toda la vida.
Cuidado; si te acercas más ten cuidado con lo que haces que tanto autocontrol no tengo y estás tentando tu suerte… una sola probada no va a bastarme.

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¡Cerezas en almíbar! Yo conozco este sabor, conozco este aroma, conozco estos labios, esta piel… la conozco, es ella no me caben ya más dudas.
¿Y qué si sus manos llenas de harina y cocoa manchan y endulzan mi traje caro?
Si ahora mismo puedo asegurar una sola cosa; adentro de esa cocina y con las ideas que sé que ambos tenemos, el traje caro va a quedar que ni la mejor tintorería de Chicago podrá con él.
Lo siento, han sido ya demasiadas fantasías; es hora que hacerlas realidad.

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Ni si quiera alcancé a poner el cartel de “cerrado”
Bien no importa, los clientes suelen entender que no hay nadie luego de tres o cuatro llamadas.
Prometo no abrir mañana, y quizás tampoco pasado mañana…
Yo no creía en la magia, ni tampoco en los milagros…
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Esas ridiculeces del amor a primera vista y las almas gemelas, eran para mi pavadas…
… Y sin embargo, nos estamos amando.

No puede ser…
soñar con caramelo
pensar en canela
y anhelarte…

-o-