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lunes, 24 de marzo de 2014

CUMPLIR UNA PROMESA


… Cuando él volvió a casa las cosas ya no fueron lo mismo que antes.
Habían pasado muchas semanas, yo casi había renunciado a esperar su regreso; había vuelto a los callejones, había vuelto a los basureros. Casi había perdido toda esperanza.
Cuando lo vi aparecer por las escaleras aquella última noche, supe que dios existía y que no se olvidaba ni de su más humilde obra.
Pero ya nada fue igual…

Permaneció en cama durante días; no sé si dormía o no pero al parecer estaba muy cansado, se notaba en su rostro demacrado y ojeroso, sus ojos azules ya no brillaban como antes, su sonrisa había desaparecido. Ya no era él, y eso me dolía terriblemente.

Era como si su cuerpo hubiera vuelto pero su alma… sepa dios dónde se habría quedado.
Como bien lo había imaginado, ella, la bonita chica de las pecas,  no volvió nunca más, y él pasaba cada vez más tiempo fuera de casa y cuando estaba, dormía durante interminables horas.

Al poco tiempo nos mudamos, y al llegar a nuestra nueva casa, aquella chica molesta lo estaba esperando; aquella de la sonrisita coqueta que siempre andaba tras de él.
Pero ella tampoco era como antes, que revoloteaba cerca de él todo el tiempo. Ella también estaba demacrada, también estaba triste. Había cambiado también.

No puedo quejarme de la vida que tuve en ese nuevo hogar, poco a poco él fue recuperando el semblante; nunca volví a  ver aquel brillo en su mirada pero al menos, parecía estar acoplado a su nueva condición.
Ella, para qué negarlo, hacía lo que podía por agradarlo e incluso conmigo era buena y cariñosa, pero, si ni siquiera podía con su propia tristeza, era de esperarse que no pudiera hacer nada por él.
Los años pasaron y la vida se volvió monótona y gris. En casa se hablaba lo necesario, se sonreía por compromiso, se saludaba por costumbre. Toda la casa estaba llena de frío.

Yo no sé, porque los humanos siempre se inmiscuyen en situaciones que los vuelven desdichados, muchas veces sentí deseos de abandonar ese lugar y no volver. Los callejones no son tan cálidos y seguros, pero ciertamente eran menos deprimentes.
Pero  no, nunca me fui; yo había prometido quedarme con él para siempre.
Él me salvó la vida, me alimentó, me dio calor, un hogar ¡un nombre! Y yo, prometí pagarle toda su bondad con mi amor incondicional y mi compañía hasta que volviera a verlo sonreír.

Ella era dulce. Triste, melancólica, lloraba mucho en especial en las noches de nieve.
Me acostumbré al sonido de aquella silla extraña en la que siempre estaba sentada y trataba de hacerle compañía pues la verdad, siempre estábamos solas.
Yo le tenía cierto aprecio pues nunca me trató mal, nunca fue cruel conmigo, nunca me dijo cosas hirientes, siempre tuvo para mí una caricia y yo, que sé devolver, nunca le negué las mías.
Pero a veces cuando yo reposaba en su regazo, me contaba entre lágrimas, todo su dolor y su enorme arrepentimiento.

Cuando cayó en cama, de alguna manera supe que ya no se levantaría nunca más. No tenía fuerzas, no tenía voluntad. Quería irse y yo lo sabía.
Permanecí a su lado durante días escuchando como su respiración se hacía cada vez más leve.
Su corazón latía cada vez más lento, hasta que un día… nada.
Había sido tan hermosa, tenía la sonrisa dulce y la mirada brillante; y a ratos aquella expresión entre tímida y pícara de quien sabe que está haciendo una travesura indebida; pero poco a poco con el paso de los años, su juventud fue muriendo, como muere una flor a la que arrancan de su mata y dejan abandonada en cualquier rincón; se marchitó.

 Para cuando su cuerpo dejó de emitir calor, era solo una cáscara blanquecina… Se apagó, como una velita.
A su despedida, vino muchísima gente… irónicamente, él y yo fuimos los únicos en llorarla.
Durante todos estos años siempre me pregunté qué era lo que había provocado todas las cosas que vi a mi alrededor.
La tristeza de él, la enfermedad de ella, el hecho de que la chica de las pecas no volviera nunca más ¡Nunca le hallé sentido! Nunca entendí dónde fue que todo se torció, mi amo era feliz con aquella de las pecas, lo que sentían el uno por el otro era palpable, podía sentirse como se siente el calor que emana de un radiador. Era cálido y dulce, se sentía bien estar cerca de ellos, se estaba a gusto.
En esta casa siempre hubo frío, nunca hubo ese calor especial. No entre ellos.

Ahora que ella ya no está él dijo que no tiene más sentido quedarnos aquí, así que  fuimos a buscar un nuevo hogar, lejos de toda la tristeza y la agonía de todos estos años que quedará encerrada en este lugar para siempre. No la llevaremos con nosotros ¡eso tiene que ser bueno!
Después, aquel viaje tan largo y tan incómodo… menos mal él no cumplió todo el tiempo con la ordenanza de mantenerme siempre en una jaulilla ¡Me hubiera muerto! “ya no estás para estos trotes” me decía cada noche mientras me acurrucaba a su lado y me envolvía en la manta, como siempre; y tiene razón. 
Los años no pasan en vano y en mí al parecer pasan muy rápido.
Sólo espero poder cumplirle mi promesa…

Me costó acostumbrarme al nuevo lugar, no me creía yo que luego de tantos años en una casa tan lúgubre, de pronto estemos en un lugar tan lleno de luz.
Solo al entrar el ambiente era distinto, el calor de este lugar era auténtico, un calor dulce y pronto comprendí la razón al verla recibirnos con lágrimas en los ojos.
A veces por las tardes, ella abre esa bonita caja llena de papeles y los lee uno por uno; a veces se entristece pero siempre termina sonriendo, hasta que llega él y entonces la casa se llena de risas.
Hoy, luego de tantos años y todo lo que he visto durante ellos, nuevamente me doy cuenta que dios existe y no se olvida de nadie, ni si quiera de mí.
De mí, que alguna vez fui una pobre gata callejera a la que un joven aspirante a actor recogió por lástima una noche de lluvia.
Hoy he llegado a la conclusión de que la vida se encarga de poner cada cosa en su sitio y que así sea tarde, todo termina como tiene que ser.
La casa donde vivimos tiene un patio enorme lleno de narcisos entre los que me gusta brincar  hasta salir llena de polen amarillo que luego ella delicadamente limpia con un paño mientras me acaricia y alaba mis ronroneos.

Hoy no me siento con ganas de brincar entre las flores, mis viejas patas ya no me sostienen como antes y mi vista ya no es nada buena como para seguir persiguiendo bichitos entre los narcisos, pero reposaré entre ellos porque hoy huelen particularmente bien.
Mientras la tarde comienza su crepúsculo, los percibo abrazándose en el umbral que da al  patio; casi no puedo verlos pero siento el calor que emanan sus cuerpos al abrazarse, ese calor suave, dulce. Esa sensación de genuina felicidad.
¿Eres feliz mi dulce amo? Ahora es como si hubieras vuelto de verdad ¡eres tú de nuevo! Tus ojos brillan como cuando te conocí ¿era esto lo que te hacía falta, era ella?
Durante tantos años te he velado esperando verte sonreír de nuevo de esta manera, que de pronto, con la paz que me invade al verte junto a ella, siento como si nunca hubiera dormido y un dulce cansancio cae sobre mí.
Pero abro los ojos de nuevo para poder mirarte por última vez. Ahora caigo en cuenta de que yo también soy feliz ¡muy feliz!
Nunca te dejé sólo, pagué mi deuda contigo, devolví amor con amor. Cumplí mi promesa de estar contigo hasta verte ser feliz de nuevo, mi dulce amo… Ahora puedo dormir en paz.




(Continuación no oficial ni autorizada de “Gata Callejera”, de Fathmé Bucaram)